La historia de la exclusiva más importante de la fotógrafa italiana Roberta Hidalgo es culpa de un «imposible» que pronunció sin darle importancia uno de sus jefes. «Es imposible fotografiar al Papa Juan Pablo II en su piscina», habría dicho de pasada. «Le escuché y pensé, '¿Imposible? No puede ser'. Y lo demostré», explica a ABC. Se cumplen 35 años del día que hizo esas fotos. El escenario es el mismo lugar donde el Papa León XIV ha ido de vacaciones , la piscina de la Villa Pontificia de Castel Gandolfo, que este mes de julio ha vuelto a entrar en funcionamiento. Roberta tenía experiencia en hacer fotos «no autorizadas» del Pontífice, pues desde la cúpula de San Pedro le había fotografiado paseando por la terraza del Palacio Apostólico con un abrigo oscuro. Karol Wojtyla había sido elegido Papa a los 58 años , en octubre de 1978 e imprimió a su pontificado un sello diferente al que habían mantenido sus predecesores, más espontáneo y cercano, y también más activo. En recuerdo de sus acampadas junto al río en los bosques de Polonia, unos peregrinos de EE.UU. le regalaron la construcción de una piscina en Castel Gandolfo para que pudiera seguir haciendo este deporte. Para responder a las malas lenguas, el nuevo Pontífice evocó los beneficios de la natación para su salud y dijo que «construir una piscina será más barato que convocar un nuevo cónclave». No se limitó a usarla en verano, pues solía trasladarse a esta residencia después de los viajes apostólicos para recuperarse de los maratones físicos que suponían esas giras internacionales. Desde principios de 1980, la fotógrafa comenzó a trasladarse a Castel Gandolfo para buscar el modo de colarse en la residencia papal. En su libro 'Las fotos secretas del Papa Wojtyla', publicado en Italia en 2011, cuenta cómo se disfrazaba para recorrer minuciosamente las murallas del parque que rodea la casa del Papa, en busca de algún punto por el que colarse. Lo localizó en el cementerio de la ciudad de Albano, colindante con el jardín pontificio. Identificó una tumba abandonada y para no despertar sospechas de los guardianes, empezó a cuidarla y a llevarle flores, de modo que se acostumbraran a su presencia. El siguiente paso fue entrar en el jardín y localizar la piscina sin ser vista, tarea aún más compleja pues no existía Google Maps. Una vez encontrada decidió aliarse con otros tres fotógrafos, quienes materialmente tomaron las imágenes. Ella se encargó de la intendencia. Lo intentaron por primera vez en mayo de 1980, cuando el Papa estaba haciendo su primer viaje a África. «Nosotros estábamos escondidos en la maleza, en medio de hierba y arañas y las cámaras estaban clavadas en árboles altos, de forma que usábamos un cable para disparar las fotos», explica Hidalgo a ABC. No lo consiguieron esa vez. Regresaron para probar suerte de nuevo a principios de junio, cuando Juan Pablo II regresó de una visita a Francia. Una tarde, de repente, escucharon ruido en la piscina e hicieron las primeras fotografías, pero cuando revelaron el carrete vieron que la cámara se había movido un poco y que no se distinguía si la persona fotografiada era el Pontífice o su secretario Stanislaw Dziwisz. Para el tercer intento, a mediados de julio, llevaron cámaras de vídeo y las conectaron a un monitor que les permitió ver lo que ocurría en la piscina y así no disparar a ciegas los carretes de sólo 36 fotos. Y a la tercera fue la vencida. Lograron hacerle fotografías en dos ocasiones diferentes, el 18 y el 19 de julio de 1980. Fueron en color y en blanco y negro. Juan Pablo II iba a nadar solo, en torno a las siete de la tarde. En una aparece con un gorro blanco de natación, y en la otra sin gorro. Curiosamente, se santigua antes de entrar en el agua y cuando se marcha de la piscina viste un chándal blanco y estruja el bañador para poder secarlo. Las fotos destaparon un enorme problema de seguridad en Castel Gandolfo. Los fotógrafos pudieron pasar inobservados en los jardines de la villa papal. «No fue sólo una noche sino muchas, muchas noches trepando por el cementerio, caminando a oscuras por el bosque», asegura Hidalgo. Recuerda que «fue extremadamente difícil. Nos organizamos muy bien para entrar, porque era más difícil hacerlo cuando el Papa ya estaba allí, pues había muchos policías y era más complicado colarse». En el Vaticano se enteraron en agosto de que Juan Pablo II había sido fotografiado en bañador. Les informó el cardenal de Colonia, Joseph Höffner , pues una revista alemana le avisó de que se las habían propuesto. Se llevaron las manos a la cabeza pensando que sería un chantaje de servicios secretos del otro lado del Telón de Acero, o un intento de desacreditar al Papa. Por eso, el cardenal Agostino Casaroli , entonces secretario de Estado, pidió ayuda a Giulio Andreotti e incluso envió como emisario a su casa de Bolzano al español Eduardo Martínez Somalo. Al final compró las fotos el editor italiano Rusconi, por 300 millones de liras, 180.000 euros, con la idea de evitar la publicación. El empresario dijo que no las publicaría sin la autorización del Papa. Cuentan que cuando Juan Pablo II las vio soltó una carcajada. Fuera de Italia aparecieron en la portada de Paris Match. «Me gustó mucho que cuando él las vio le gustaran y hablara de ellas», asegura Hidalgo. «A él no le importaba que hubiera otros a los que no les gustaban», añade. Los fotógrafos se embolsaron una buena cantidad, pero Hidalgo explica que también comenzó una pesadilla. Les controlaban el teléfono y les seguían para descubrir si actuaban por orden de poderes oscuros. «El Vaticano estaba enfadado y trataba de averiguar cosas sobre nosotros», añade. Y con una pizca de orgullo sigue: «Creo que algo así no volverá a ocurrir, ni en Castel Gandolfo ni en ningún otro lugar».