Llevo años defendiendo que la combinación de wearables, historia clínica electrónica e inteligencia artificial es la vía más rápida y más humana para reducir el sufrimiento de los pacientes y abaratar una sanidad que, de otro modo, como resulta tristemente evidente en el caso de los Estados Unidos, se hace insostenible. Lo explicaba hace apenas unas semanas al hablar de la «superinteligencia médica» de Microsoft y del papel fundamental de los sistemas públicos a la hora de garantizar datos abundantes, universales y bien protegidos.Por eso resulta tan inquietante el último anuncio de la Casa Blanca: un «ecosistema sanitario centrado en el paciente» pilotado por Donald Trump y orquestado desde los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid (CMS), con el apoyo entusiasta de Palantir, Amazon, Apple, Google, OpenAI y compañía. El plan promete «derribar muros digitales», implantar credenciales de identidad modernas y ofrecer aplicaciones basadas en inteligencia artificial que «maten el clipboard» (simbolizando el viejo método para apuntar información en una tablilla con una pinza) y ayuden a gestionar enfermedades como la diabetes, la obesidad, etc. La imagen no es menor: más de sesenta empresas tecnológicas dispuestas a «volcar» todos nuestros registros médicos en servidores privados, bajo la excusa de «empoderar al paciente». El propio Trump lo celebró como «el sueño de las historias clínicas portátiles hecho realidad«, tras un primer intento fallido en 2018 que ni siquiera consiguió el apoyo del sector. La iniciativa, para mayor preocupación, la capitanean antiguos ejecutivos de Palantir y DOGE, nombres que, en materia de datos sensibles, son cualquier cosa menos tranquilizadores, y que la participación será «opt-in», sí, pero sin aclarar qué pasa con la letra pequeña ni con la tentación de monetizar información tan golosa. Los expertos en privacidad llevan las manos a la cabeza. Larry Gostin advierte de que hablamos de «un sistema sin salvaguardas» en el que los historiales podrían terminar en manos de aseguradoras, empresas… o del siniestro ICE. Y no es ciencia ficción: hace solo unas semanas, conocimos un acuerdo que da a la agencia para el control de la inmigración acceso sin precedentes a la base de datos de Medicaid, con todos los riesgos de discriminación y efecto disuasorio sobre la población más vulnerable. Incluso la prensa especializada en salud digital, normalmente cercana a la industria, reconoce el peligro. Otros, como Politico, hablan del lema de la campaña, «kill the clip-board» como una simple imagen publicitaria, mientras algunas fuentes internas admiten que los compromisos reales siguen sin haber definido ningún estándar técnico ni un modelo de gobernanza. ¿Dónde está el problema? No en la tecnología, sino en quién la dirige y con qué incentivos. Un sistema público sin ánimo de lucro busca mejorar resultados clínicos y optimizar recursos, mientras que un conglomerado de Big Tech aliado con un presidente conocido por recortar coberturas sanitarias y por despreciar la regulación ve, sobre todo, una mina de datos para reforzar sus monopolios. Sin exigencias de transparencia ni garantías de trazabilidad o rendición de cuentas, la interoperabilidad se convierte en una vía libre para la vigilancia, la segmentación de riesgos y la exclusión de quienes menos pueden pagar. La digitalización sanitaria que necesitamos tiene que pasar necesariamente por marcos regulatorios sólidos, por estándares abiertos y por un control público estricto. Lo contrario, entregar nuestros datos más sensibles a quienes han demostrado tan poco respeto por la privacidad como por el acceso equitativo, no es progreso, sino un retroceso peligroso. La innovación y la investigación médica podrán seguir su curso gracias a la abundancia de datos, pero si no cuidamos quién la gobierna, correremos el riesgo de convertir una promesa de bienestar en un escenario de distopía corporativa. Y la salud y la medicina en los Estados Unidos, con sus espantosas historias de facturas astronómicas y de denegación de cuidados a quienes no pueden pagarlos, ya están demasiado cerca de una distopía como para seguir empujando en esa dirección.