Vejez, amistad

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Un buen amigo me regala un libro de Cicerón "Sobre la vejez, sobre la amistad", quizás porque se ha dado cuenta de que yo - ¡a mi edad! – todavía no había leído ese libro. Compruebo, y me reconforta, leer la refutación de los impedimentos que tradicionalmente atribuimos a la vejez. Dice que la fuerza física es relativa, que la voz con los años adquiere un brillo especial, que los placeres que nos privan los años, en realidad nos tiranizaban. Y que, aunque la vejez esté cerca de la muerte, ésta no es exclusiva de la vejez. Me coincide, leyendo estas cosas, una reunión con un grupo de amigos de la temprana juventud que nos vemos – los supervivientes - todos los años desde hace tiempo. Sin agravios, sin reproches. Sólo con la melancolía, los recuerdos buenos de la juventud. Días después vuelvo a lo cotidiano y viendo una antigua fotografía, escribo: … Escribo a esas horas de la tarde en que sólo me tranquiliza llorar. Sin ser visto. Nunca supe estar en un escenario (al contrario que Xerardo) ajeno al que me obligase la vida. Veo nuestra foto (Xerardo Moscoso, Manuel Martinez) mis amigos muertos recientes y no pienso en la muerte sino, al vernos ahí sentados, en la vida pasada: la más soportable. Representa una especie de "Erasmus" (hace 50 años). En nuestro caso fue un exilio. Después vivimos en lugares distintos, nos veíamos poco y pensaba en vosotros menos que ahora. Siempre a las cinco de la tarde, hora que prefiero más poética que taurina. De Xerardo pongo una canción grabada. De Manolo evoco el momento, un par de días antes de morirse, en que me regaló una figura de Rosa Ramalho. No he recibido herencia mejor. En esa figura están sus huellas – vivas – al entregármela. Toco la figura y evoco una caricia – una hora antes de su muerte, ya inconsciente – que le hice en su antebrazo: nunca podré olvidar ese sudor frío. Su último sudor. Fuimos ¡hace medio siglo!, unos locos que huían de una dictadura. Para luchar contra ella. Locos por transgresores. Leo un párrafo de una referencia crítica de Andrés Amorós a la Rayuela de Cortázar: la locura es ante todo necesaria. Horacio (el personaje central) entiende la locura como un proceso de liberación de la razón. Una forma de alcanzar la libertad que da lugar a un nuevo orden. Para llegar a ese orden, dice la crítica, hay que destruir al anterior y para ello sólo cabe el desorden perfecto, la pureza del caos. Pongo una vez más la canción: "Pola longa lonxanía vou camiñando sen presa" e, inevitablemente, como todos los días, te imagino marchando por esa eterna ruta que es la muerte. Tú, inasequible al desaliento, como siempre, piensas ¡cuánto tarda la revolución ¡ Algunos de nosotros, los pocos supervivientes que quedamos, no tenemos otra obligación que hacerte revivir recordándote. Y aquí estoy yo para eso. Aunque te merecerías algo mejor. Ahora sí. Me ha llegado la prueba - objetiva además - definitiva de que soy viejo: hablo solo por las calles. No sé con quién, quizás conmigo mismo. Yo me escucho. Pero estoy tranquilo, los demás, los que se cruzan conmigo, no se enteran, no tienen interés. Nunca nadie, desde que llegué a viejo, me pide mi opinión sobre nada. Los transeúntes con los que me cruzo, tampoco. Algún turista despistado sí, pero sólo para interesarse por una dirección. Los teléfonos móviles, el escuchar emisoras de radio o grabaciones a través de llamativos auriculares, hacen que la gente - aunque hable consigo misma - pueda parecer que lo hace con otro. Por lo tanto, los viejos que en tiempos pretéritos quedaban señalados como locos porque hablaban solos, ahora no. Los que quedan señalados como raros, extraños, solitarios, son las gentes que van por la calle con la boca cerrada. Y pensando en estas cosas… me encuentro hoy con otra foto última (que quizás, ¡ay!, haya ya comentado en este lugar en otro momento.) De un hermano. Sentado entre piedras que se adivinan de una pared noble. No sé si religiosas o profanas pero nobles, piedras nobles. Como tú lo eras entonces y como los seguirías siendo ahora, si no estuvieras hace ya dos años muerto. La bondad, el equilibrio y la nobleza, cuando se conservan de anciano, es que se dispusieron – no en exceso porque son cosas que nunca se poseen en exceso – pero sí a lo largo de toda la vida. Estás serio y sereno (que no son la misma cosa). Es una foto formidable porque el sombrero y las gafas que impiden verte los ojos, el cabello y la mitad de la frente, no logran ocultarte. Probablemente porque nunca tuviste nada que ocultar. No estabas todavía ingresado para que alguien te ayudara a permanecer en pie. Te bastaba con ese bastón en que te apoyas con la muñeca flexionada. Desde la cinta del sombrero, los cristales de las gafas oscuras, el cuello de la camisa desabrochada sólo en el último botón, el espacio entre las piernas, y hasta los calcetines, hay una línea oscura del tono de las sombras de las piedras. Los pliegues arrugados del pantalón o de la cazadora te suman, más que restan, elegancia. Nada se puede oponer a la elegancia que es una actitud del espíritu. Todo parece – lo es – equilibrado. Es la tuya una actitud serena de contemplación y espera. Nadie observado por ti en ese momento que recoge la fotografía se sentiría molesto. Nadie podría tampoco adivinar a qué o a quién esperas. Eso, porque - aunque nunca tuviste nada que ocultar -lo escondes sólo para ti. Es el misterio de la esencia personal que poseemos todos y que nos hace únicos a todos y cada uno. No nos volveremos a ver. Pero espérame. No puedo tardar mucho. Lástima.