Escribir después de Auschwitz

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Se ha discutido mucho la tajante afirmación de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. El propio Adorno rectificó más tarde su afirmación. Es necesario seguir escribiendo. Cuando asistimos a un acto de indignidad, cuando compartimos los días y las noches con un genocidio, corremos el peligro de repetir y asumir una frase hecha: “Esto no tiene nombre”. Y avergonzados nos acogemos al silencio, algo que puede hacernos cómplices de los verdugos o de las otras muchas gentes que se acogen a la indiferencia. Y el mundo da vueltas, y las calles se llenan de cuerpos vivos, mientras los cadáveres se acumulan en los escombros de una ciudad bombardeada. Ponerle nombre a lo que ocurre, empezando por los laberintos de los sentimientos propios, es la vieja voluntad de la poesía. Necesitamos que continúe con sus palabras y sus compromisos humanos después de Auschwitz.El poeta Raúl Zurita me regala un ensayo de la escritora mexicana Lilvia Soto, Cuando hablar de árboles, en el que defiende la necesidad de la palabra ante las infamias de la historia. Hace un repaso de la barbarie humana que une las matanzas de 1521 y 1968 en Tlatelolco, las atrocidades de las guerras mundiales en Afganistán e Irak, los desaparecidos en Chile y Argentina, el Archipiélago Gulag o el canibalismo de los soldados japoneses en Nueva Guinea, y uno tiene muchos motivos para sentir vergüenza del ser humano. Tampoco resulta fácil dividir el mundo entre buenos y malos, entre la razón y la barbarie, porque muchas de las peores matanzas han sido preparadas y apoyadas por países que se presentan ante el mundo con las galas de la democracia, como ocurre ahora con el genocidio de Israel sobre Gaza.La gente de mi edad, por ejemplo, tiene pocos motivos para sorprenderse del impudor con el que EE UU está facilitando ahora la violación de los derechos humanos, el estallido del derecho internacional y la voladura de las instituciones internacionales. No es Donald Trump, es un país acostumbrado en nombre de sus intereses económicos a preparar golpes de Estado, dictaduras, guerras y atrocidades. Los sufrimientos de Chile, Argentina, Irak, Irán, Centroamérica y Palestina son inseparables de la democracia norteamericana. Lilvia Soto, que vive desde los 15 años en EE.UU, se detiene en la matanza de El Mozote, en El Salvador,  cuando un batallón del ejército salvadoreño entrenado en la Escuela de la Américas, en Fort Bragg, Carolina del Norte, provocó una masacre de asesinatos, torturas y violaciones sobre más de 700 vecinos.Es terrible la historia de Rufina Amaya Mírquez, una mujer que alcanzó a esconderse en las ramas de un árbol y vio cómo decapitaban a su marido y asesinaban a sus 4 hijos, menores de 10 años. Cuando comprendió que si salía del escondite la iban a matar a ella, sin poder salvar a su familia, permaneció oculta con la idea de mantenerse viva y poder contar la verdad del crimen, mantener la denuncia y la memoria. La poesía es como esa madre que necesita ponerle nombre a las cosas para negarse al olvido.Pero tuvo razón Simon Wiesenthal, judío austriaco, al confesar que sobrevivir es un privilegio que conlleva obligaciones. No le faltaban motivos tampoco a Adorno para dudar de la dignidad humana que encierra la poesía después de haber asistido a un exterminio. Poner nombre a las cosas es adentrarse en la infamia humana. Al sentirse madre, la poesía puede tomar conciencia de que sus hijos no sólo son las víctimas. Son también los soldados salvadoreños preparados en Fort Bragg, o los golpistas que asesinaron a Allende o los políticos europeos y norteamericanos que están permitiendo un genocidio televisado en Gaza.Es necesario seguir escribiendo poesía. Pero no una poesía sometida a la estética de los indiferentes, a la neutralidad de los cristales limpios, a la belleza que pueden aplaudir los verdugos y las fábricas de armas. Escribir poesía después de Gaza es un acto de compromiso con la palabra que quiere seguir poniéndole nombre al dolor, al amor, a las ilusiones y a los miedos de los seres humanos. Manal Miqdad, una poeta e ingeniera palestina, madre de tres hijos, nos contó en un poema que no encontraba ningún cuento para sus hijos porque el “Érase una vez…” se había convertido en un cementerio. Y vivir fue para ella desde entonces el deseo de buscar palabras para contar la vida, esa vida que resiste y sueña en la cama de un hijo.