Durante años, un grupo de policías, a las órdenes del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se dedicó a construir pruebas falsas contra adversarios políticos y a destruir pruebas que pudiesen comprometer al Partido Popular (PP) en investigaciones por corrupción. De forma sistemática y sostenida. Utilizando funcionarios y medios públicos al servicio de los intereses de las políticas de Mariano Rajoy y de las cuentas corrientes de una parte significativa de sus dirigentes y de su formación política.Durante años, también, un grupo de altos cargos del Ministerio de Hacienda, al mando de su titular, Cristóbal Montoro, gestionó una red de influencia institucional para favorecer a empresas, especialmente del sector gasístico y energético, mediante reformas fiscales y beneficios normativos a cambio de pagos al despacho Equipo Económico. Durante ese tiempo, el ministro utilizó información confidencial en poder de la Agencia Tributaria para amenazar y, quién sabe, si destruir a adversarios políticos y periodistas incómodos al servicio, de nuevo, de los intereses políticos de Mariano Rajoy y de su mano derecha, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría.Todo presuntamente. Porque las investigaciones policiales y judiciales que han puesto de manifiesto estos casos todavía no han culminado en una sentencia en los tribunales. El caso Kitchen probablemente se juzgará en 2026. Los sumarios sobre la policía patriótica y, sobre todo, los que afectan a Cristóbal Montoro, todavía no se sabe. Aunque, eso sí, las evidencias son tan abrumadoras que permiten hacernos una idea del alcance que tuvo la patrimonialización de la democracia, al servicio de intereses privados, entre 2011 y 2018, los siete años de mandato de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno.El concepto de “patrimonialización del Estado” ha sido revitalizado y popularizado por Stephen E. Hanson y Jeffrey S. Kopstein, dos destacados politólogos norteamericanos. Para ellos, el patrimonialismo es una forma de gobierno donde el poder se basa en lealtades personales, que derivan de relaciones patrón-cliente, alianzas personales, lazos de parentesco y combinaciones de todos estos vínculos. Se diferencia de las burocracias racionales-legales (que la ciencia política considera el modelo ideal del Estado moderno) en que la eficiencia no es el objetivo principal y el personal gubernamental no avanza por mérito, experiencia o capacitación, sino por su lealtad al líder. Lo que conduce a un aumento de la corrupción y al reemplazo de personas competentes por obedientes.La profesora de Ciencia Política de la Universitat de València Astrid Barrio confiesa que le “ha alarmado mucho el tipo de orquestación” que implica el caso Montoro. “Que no se me malinterprete, pero puedo entender el choriceo. Puedo entender que alguien trate de influir en un contrato público”. Pero esta trama, que supone “acceder al poder con la voluntad deliberada de instrumentalizarlo en favor de unos intereses privados muy determinados, tiene una intencionalidad, un dolo, muy grave. Lo otro, el choriceo, también es grave. Y, si quieres, los tipos de intereses pueden acabar siendo los mismos. Pero aquí la intencionalidad previa, es decir, acceder a las instituciones, dirigir, colocar a personas en puestos clave para que satisfagan unos intereses particulares, para mí esto tiene un plus de gravedad que lo hace muy singular”, razona esta experta en el estudio de los partidos, el nacionalismo y el populismo.José Real-Dato, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Almería, relativiza, en cambio, el peso de la patrimonialización en el último Gobierno del PP. “No creo que en la era Rajoy hubiera una ‘privatización del Estado’, como tampoco creo que la hubiera en los gobiernos de Zapatero, Aznar o González, o que la haya durante la etapa de Pedro Sánchez”.Los objetivos del Estado (lo que llamamos ‘interés general’), explica, beben de diferentes intereses, que contribuyen a conformarlos. “Aquí encontramos tanto los intereses que representan los partidos políticos como los intereses de otros colectivos, de dentro y fuera de la Administración, y que, por diversos medios, acaban influyendo en la conformación de las decisiones públicas”. Desde la teoría política del pluralismo, razona, “diríamos que este estado de cosas es lo normal en cualquier sistema democrático, no solo desde un punto de vista empírico (las decisiones públicas son el resultado del balance, muchas veces desigual, de los distintos intereses particulares en juego), sino también normativo. Aunque esto último, evidentemente, solo en el caso de que no se vulnere la ley o los principios básicos del funcionamiento del Estado democrático de derecho”.Este experto en élites gubernamentales y parlamentarias en España sostiene que el problema reside en que, hasta la fecha, no ha habido en España una regulación eficaz sobre cómo se integran esos diversos intereses particulares en los procesos de decisión política en consonancia con esos principios democráticos. “Casos como los que estamos viendo en estos meses demuestran que la Ley de Incompatibilidades de los altos cargos es claramente insuficiente, y todavía es demasiado pronto para decir si la Ley de Protección a Informantes tendrá un efecto positivo. También, hace unos meses, el Gobierno presentó un Proyecto de Ley de Transparencia e Integridad de los Grupos de Interés, lo cual es un paso importante, pero también mejorable”.A todo lo cual hay que sumar, precisa, “un relevante componente cultural detrás de esta dificultad para una ‘sana’ integración de los intereses particulares. Siempre ha existido esa visión (no solo entre los políticos sino en la propia sociedad española) de la Administración más como un instrumento al servicio de aquellos que detentan el poder político que como una expresión de la autonomía del Estado como herramienta al servicio de la sociedad en general”. En su opinión, sería interesante que las iniciativas de reforma de la Administración Pública insistieran en “fomentar ese cambio cultural profundo hacia fuera de la propia Administración, y que debería afectar sobre todo a cómo esta es concebida y percibida por parte de los agentes políticos y la ciudadanía”.La extensión, profundidad y gravedad de los casos que afectan al periodo en que Mariano Rajoy presidió el Gobierno de España constituyen algo más que una acumulación de escándalos. Lo que revelan es una utilización sistemática del aparato del Estado al servicio de intereses privados y partidistas, sin precedentes desde la restauración democrática. No se trata de errores aislados ni de abusos individuales, sino de un modelo de poder que, desde distintos ámbitos ministeriales —en particular dos resortes clave del poder público, como son Interior y Hacienda—, instrumentalizó instituciones clave para blindar al Partido Popular, neutralizar a adversarios políticos y favorecer a empresas a cambio de dinero.En el Ministerio del Interior, el caso Kitchen sacó a la luz una operación parapolicial orquestada desde la cúpula de la Policía Nacional para robar pruebas incriminatorias a Luis Bárcenas y proteger así a altos dirigentes del PP. Por extensión, al propio Rajoy. Con fondos reservados, sin control judicial y a través de confidentes como el chófer del extesorero, se ejecutaron seguimientos, se sustrajeron móviles y agendas, y se intentó borrar el rastro de la financiación ilegal del partido. El juicio se celebrará en 2026, con Fernández Díaz, su número dos, Francisco Martínez, y los entonces comisarios de la policía, Eugenio Pino y Villarejo, entre los acusados.Pero esa no fue una operación aislada. En paralelo, la llamada policía patriótica operó como un grupo de choque contra rivales políticos del PP. Utilizó bases de datos policiales sin orden judicial para espiar a decenas de diputados de Podemos, fabricó y filtró informes apócrifos para erosionar su imagen, e impulsó la llamada Operación Cataluña para desacreditar a dirigentes independentistas mediante acusaciones falsas. Todo ello desde la cúspide del Ministerio del Interior y con conocimiento, al menos parcial, de la cúpula del partido.A su vez, el caso Montoro, aún en fase de instrucción, ha destapado una red de tráfico de influencias insólita y, por sus dimensiones, sin precedentes, impulsada desde el Ministerio de Hacienda para beneficiar a clientes del despacho fundado por el propio ministro, Equipo Económico. Según la investigación judicial, Montoro y sus principales colaboradores promovieron reformas fiscales a medida de empresas a cambio de pagos millonarios. Además, habrían accedido de forma ilícita a información confidencial de la Agencia Tributaria para presionar a adversarios políticos y periodistas críticos.Por separado, cada uno de estos casos sería alarmante. En conjunto, sugieren un patrón: un uso deliberado de los recursos del Estado —la policía, la fiscalidad, la inteligencia financiera, el BOE— para fines partidistas o privados. La confusión entre Gobierno y partido, entre interés general y conveniencia electoral, alcanzó cotas estructurales durante los años de Rajoy, con escasa fiscalización institucional y, hasta ahora, nula rendición de cuentas política.Todo lo cual plantea una incógnita adicional. Hasta ahora hay constancia de que, de un modo u otro, hasta tres ministros clave de la administración Rajoy estaban al tanto: Jorge Fernández Díaz, Cristóbal Montoro y la entonces titular de Defensa, María Dolores de Cospedal. La pregunta es: ¿podía la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, muy vinculada políticamente a Montoro, no saber nada? ¿Es verosímil que Rajoy tampoco estuviese al tanto de ninguna de estas prácticas, dada la dependencia funcional y personal que, sobre todo, tenía Fernández Díaz con él?Sáenz de Santamaría controlaba el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Su nombre —o su apodo de “la pequeña”— es mencionado por participantes en diferentes tramas. Hasta el narcotraficante Marcial Dorado, durante años amigo íntimo del hoy presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, la mencionó esta semana en una entrevista en la que alude a ella como la persona que en 2014 le ofreció salir absuelto, cuando ya estaba en prisión, si echaba “basura” contra determinadas personas del PP. “¿Quién manda esto?”, dice que preguntó al abogado que hizo de intermediario. “Bueno, esa es una pequeña”. “¿Pero qué pequeña, el qué?”. “Sí, la pequeña. Del PP, del PP. De Madrid. ¿Quién es la pequeña? Pues eso.”Pero ni Rajoy, cuyo nombre aparece en los papeles de Bárcenas bajo el enunciado M. Rajoy, ni Sáenz de Santamaría han sido nunca imputados. “Es raro”, admite Barrio. “Si tú eres un dirigente, sabes lo que hacen tus subordinados. Pero también es cierto que en este tipo de cosas se intenta ser discreto”, así que no le “extrañaría una cosa ni la otra. Ahora, ¿que es sospechoso? Claro, es sospechoso”. Especialmente, añade, si se confirma que varios ministros del PP habían alertado a Mariano Rajoy durante su mandato contra los manejos de Montoro en favor de la consultora que había fundado y, a través de ella, de determinadas empresas. Puede que no lo supieran, asegura. Pero, “del mismo modo, me suena raro que Felipe González tampoco supiese nada” de la guerra sucia contra ETA.Su colega de la Universidad de Almería, sin embargo, no ve por qué la acumulación de poder en manos de la vicepresidenta o del presidente del Gobierno debería asociarse a una necesaria vinculación con la presunta utilización estructural del Estado al servicio de intereses políticos y privados.Las tramas de corrupción económica, detalla, “suelen operar en secreto (forma parte de su propia naturaleza) y solo los directamente implicados son conocedores”. Por eso es muy posible que sus superiores u otras partes de la organización desconozcan qué está sucediendo, concluye.Si los mecanismos institucionales de alerta “fuesen más eficaces y, por ejemplo, ofreciesen incentivos suficientes para que posibles conocedores destapasen la situación” o les disuadiesen de participar en este tipo de actuaciones ilegales (como una vigilancia más intensa de las situaciones de riesgo o sanciones más elevadas), “el peligro de riesgo moral disminuiría”. “Pero imagino que en la mayoría de estos casos suele ser habitual que los conocedores sean, al mismo tiempo, beneficiarios de la vulneración de la ley, por lo que no tienen la motivación suficiente para destapar las situaciones de corrupción en las que, además, están involucrados”.Real-Dato imagina, además, que las prioridades de los servicios de inteligencia del Gobierno no incluyen, aunque haya excepciones, controlar la acción de los miembros del gobierno o la Administración “más allá de lo relacionado con la consecución de los propios objetivos políticos generales del Gobierno”. Lo cierto, remata, es que hay “un alto grado de autonomía en el funcionamiento de los distintos ministerios (lo que se conoce como ‘departamentalización’) en la Administración Pública española”.Supiesen algo Rajoy y Sáenz de Santamaría o lo ignorasen todo, la naturaleza de los casos que afectan al PP y la coincidencia en el tiempo con la investigación de las mordidas que afectan a altos cargos y dirigentes del PSOE extienden el pesimismo acerca de lo que pueda venir en el futuro.La gravedad no radica solo en los delitos presuntamente cometidos, sino en el daño institucional: el descrédito de la Administración, la pérdida de confianza en las fuerzas de seguridad, la degradación del sistema fiscal, la normalización de la guerra sucia y el debilitamiento de los controles democráticos.“Ninguno de los casos de corrupción que han afectado a este país en las últimas décadas ha tenido un efecto positivo en su salud democrática”, recuerda el profesor Real-Dato. El problema es que, en la actualidad, “con niveles tan elevados de desconfianza hacia instituciones democráticas básicas como los partidos políticos, acompañados del crecimiento de opciones políticas populistas que crecen a costa de alimentar dicha desconfianza, el efecto de cualquier caso de corrupción política sobre la confianza en el sistema democrático podría resultar aún más destructivo”.La profesora Barrio está de acuerdo. “Mina mucho, otra vez, la credibilidad de los dos grandes partidos, que al final han sido los que han aguantado” el sistema político sobre sus hombros. Y se pregunta si lo que está pasando “puede acabar llevándose a los dos por delante, porque tanto lo que afecta al PSOE como lo que afecta al PP es muy grave. Al final, la confianza de los electores en el sistema es muy limitada”.Hay algo, además, que “antes no pasaba”, añade. “Lo preocupante es que empieza a haber opciones que acaban por sacar rédito” a esta situación, como es el caso de Vox. Y que empieza a haber una parte de la población “que no ve tan malas las soluciones autoritarias si son eficientes”.El peligro es que se asiente “una visión de que esto de la democracia está muy bien, pero no produce buenos resultados”. Y cada vez más gente prefiera “otro sistema”. Aunque los regímenes autoritarios sean más corruptos, “en un contexto de cabreo y de ignorancia” esa deriva “puede ser peligrosa”.Y pone un ejemplo: ya empieza a oírse, explica Barrio, que a China, aunque no es democrática, “no le va tan mal”. Es esta idea de que en “un sistema que permita el crecimiento, y que sobre todo sea eficiente”, lo de menos son los mecanismos de elección o los sistemas de garantías. “La gente no quiere saber, solo quiere pensar que es gobernada decentemente”, aunque en realidad no tenga modo de saberlo.Sáenz de Santamaría y Mariano Rajoy se han ido, de momento, sin rendir cuentas. Pero su legado salpica indirectamente a Feijóo. No solo por el error cometido en el congreso celebrado hace tres semanas, en el que abrazó su herencia y la de José María Aznar (incluido el amplio historial de casos de corrupción que les salpica), sino por la decisión de incorporar a la dirección del partido a Alberto Nadal como responsable del área económica del partido, porque, aunque no haya sido imputado, fue uno de los más fieles colaboradores de Montoro entre 2016 y 2018.