Cuando la justicia se utiliza para hacer política no cabe plantear un dilema teórico y en el vacío sobre el cese de un fiscal general. El de Álvaro García Ortiz no es un caso de deontología institucional sobre el que reflexionar en el vacío. Es una causa viciada de origen porque se construye para forzar su dimisión. En la admisión a trámite, se pidió su cese. Durante la instrucción, también. Con su imputación, más de lo mismo. Y así hasta el banquillo. Sólo se discute su puesto en términos de en qué fase procesal debe irse y no por irregularidades o hechos cometidos. Se ha investigado una filtración periodística con la fuerza instructora de un crimen de Estado y no han conseguido nada. Ni la UCO, ni los registros de su despacho, ni el año de volcado de sus comunicaciones, ni las declaraciones de su equipo, imputados hasta ayer para forzar delaciones sin éxito.En una causa extravagante, irregular, con profundas fisuras argumentales y repleta de excesos judiciales. Nació porque el entorno de Alberto González Amador filtró a El Mundo su correo con la Fiscalía mutilado y mintió sobre su contenido. La nota de prensa avalada por García Ortiz hizo lo que debía. Desmentir una información falsa. Por eso su génesis es política y su objetivo primero y último pasa por tumbar a Álvaro García Ortiz. No hay más. La instrucción ha ido atravesando fases sin base penal sólida hasta llegar al banquillo. Con saltos en el vacío más propios de un mal tertuliano que de un juez del Supremo. Y se conocía su final por adelantado al margen de la instrucción. El delito de revelación de secretos es material. García Ortiz filtró o mandó filtrar el correo de marras o no lo hizo. La instrucción ha avanzado en busca de su titular: el Fiscal General del Estado procesado. ¿Debe o no dimitir ahora Álvaro García Ortiz? ¿Qué deterioro es mayor? El daño está hecho desde que el Supremo no vio delito en la publicación de la nota de prensa y archivó el caso desmintiendo a Alberto González Amador (no había revelación) y transformó la causa —algo muy excepcional— para investigar directamente a García Ortiz. La institución está dañada desde que una parte de la carrera fiscal quiere a su jefe “muerto” y la otra está segura de que sufre una persecución política. Con esta fractura, ¿cuánto afecta a la Fiscalía General que su máximo jefe dimita para protegerla o permanezca por lo mismo? Según el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, el fiscal general está blindado frente al poder ejecutivo y legislativo. A diferencia de sus colegas magistrados y fiscales, García Ortiz no queda suspendido de empleo y sueldo automáticamente por un procesamiento. Este blindaje nace para fortalecer la figura de la fiscalía y su cargo. La dimisión podría sentar un precedente peligroso. Como reflexiona el magistrado Ignacio González Vega, si daña la imagen de la institución su permanencia, también puede dañarse la fortaleza de la fiscalía con su salida. El futuro juicio nace herido de muerte con una Sala partida en dos. El magistrado ponente, en minoría, se ha visto obligado a redactar un voto particular porque su visión es “radicalmente divergente” y “absolutamente incompatible” con los dos magistrados que avalan el procesamiento. El juez que mejor conoce los hechos por su papel de ponente —quien los estudia en profundidad para que sus colegas deliberen sobre ellos—, entiende que para llevar a alguien a juicio oral no basta con “sostener la acusación”. Y con lo que hay, no existe “fundamento indiciario” que “posibilite una condena”. Sin pruebas fundadas, sin una cadena de causa-efecto, el juicio no irá más allá de la instrucción. Álvaro García Ortiz tiene que expresar los criterios por los cuáles se queda o dimite. Es su obligación institucional en ambos casos. Pero el contexto es innegable. Se ha utilizado al fiscal general para la batalla de Ayuso contra Sánchez. Se ha llevado a lo penal un debate que solo debía ser político. Y en esa lógica, la grada se ha llenado de ultras. Por eso el desgaste lo sufren todas las instituciones. El Supremo incluido.