Para disfrutar los contenidos de Clarín es necesario que actives JavaScript en tu navegador.Volver a la HomeNoticias hoyEn vivoOpiniónImagina vivir en un edificio donde no elegiste al administrador ni conoces al conserje. Todas las normas –luces, ascensores, cámaras, agua– las define una empresa extranjera. Esta, además, recopila datos sobre tus rutinas: cuándo sales, con quién hablas, incluso si dormiste bien, todo mediante sensores y algoritmos invisibles. Un día, descubres que esta información fue vendida a una farmacia que te clasifica y te envía ofertas según tus hábitos.Tus fotos, conversaciones y horarios fueron usados sin tu consentimiento. El algoritmo incluso predice si pagarás o no la renta. Quieres reclamar, pero no puedes: el administrador vive fuera del país, la empresa no responde a las leyes locales, y solo se comunica por un chatbot automatizado.Aunque parece una distopía, este escenario ya ocurre con la inteligencia artificial (IA) en nuestras vidas. Plataformas como OpenAI, Meta, Google y Microsoft deciden qué es aceptable, qué se ve, qué se bloquea, bajo reglas opacas y sin supervisión pública. Sus algoritmos ya moldean nuestro acceso a la información, consumo, relaciones y decisiones. No están sujetas a leyes nacionales ni consideran nuestras realidades culturales, sociales o económicas. Se autorregulan con códigos éticos simbólicos, sin auditoría externa ni mecanismos democráticos.Mientras algunos temen que regular la IA signifique censura o freno a la innovación, lo cierto es que ya está regulada: por las empresas que la diseñan, financian y operan. Esta “autorregulación” privada crea una dependencia tecnológica profunda.En Brasil, por ejemplo, el Gobierno Federal firmó con Microsoft un contrato de R$1.272 millones entre 2023 y 2025, para servicios en la nube que sustentan políticas públicas esenciales. Si no se paga esa “renta digital”, servicios públicos pueden verse interrumpidos.A esto se suma la propuesta del Ministerio de Hacienda, en mayo de 2025, de eximir de impuestos a grandes tecnológicas que construyan centros de datos en Brasil. Es como pagar un alquiler alto por un edificio que no controlamos y, además, dar descuentos al propietario.Estos contratos revelan una relación desigual: Brasil actúa como cliente pasivo de tecnologías extranjeras que no desarrolla ni controla, y que no responden a sus intereses estratégicos. Ante este panorama, la regulación legal es urgente. Iniciativas como los proyectos de ley 2630/2020 (responsabilidad de plataformas digitales) y 2338/2023 (marco legal de la IA) son pasos importantes, pero insuficientes.No basta con monitorear lo que otros hacen en nuestro espacio digital. Necesitamos construir nuestra propia infraestructura tecnológica: centros de datos brasileños, IA nacional y plural, ciencia con financiación estable, basada en nuestras necesidades y valores. No queremos depender solo de modelos estadounidenses o chinos. Queremos soberanía tecnológica. Sin ella, seguiremos siendo inquilinos sin voz en un sistema que decide por nosotros.Copyright Latinoamerica21.comNewsletter ClarínRecibí en tu email todas las noticias, coberturas, historias y análisis de la mano de nuestros periodistas especializadosQUIERO RECIBIRLOTags relacionadosInteligencia Artificial