Camacho, Gerardo, Tamara y Noelia Núñez

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Tras el crack de Noelia Núñez de la semana pasada, han comenzado a germinar las dimisiones políticas y el borrado de las biografías ficticias. La tala de títulos y méritos en los currículum de sus señorías se ha llevado por delante este jueves al comisionado de la DANA en València, al que le están investigando por su título de archivero mayor del reino, desde la Fiscalía Anticorrupción. De pronto, nos hemos puesto exquisitos y se nos ha quedado el kindergarden de la política nacional un poco más desarbolado. Lo cierto es que falsificar el título universitario nos devuelve al complejo de clase obrera que embarnece la piel de la mayoría de los políticos españoles desde los años 90 hasta hoy y también es cierto que ha servido para rescatar del olvido la honestidad obrera de algunos políticos hoy ignorados o, sencillamente, desconocidos, como el secretario de CCOO, Marcelino Camacho, o el secretario del PCE y fundador de IU, el minero Gerardo Iglesias. Bienvenidos a la meritocracia. Se nos había olvidado que para ser político bastaba con ser honrado, tener ideología y saber qué hacer con ella para poder cambiar el mundo y hacerlo un poco más justo. Sin embargo, desde que Brett Easton Ellis escribió American Psycho, a la política española se le ha quedado un regusto amargo a farlopa en el paladar. Se diría que el éxito político son los restos de un sueño americano depositado sobre unas pestañas postizas, ceniza en el champán y carmín corrido en el rostro femenino de eso que hemos venido en llamar el TurboMadrid. El XXI ha heredado la resaca del éxito acelerado y estridente del XX en las teles, en las radios, en los papeles, en el Congreso, en las tiendas de Serrano y los restaurantes y pubs de la Castellana, con ese aire Valentino, demodé y noctívago con el que echarse algún día a dormir.La derecha Vox cultiva la barba y el bigotito como un minifundio franquista mientras oculta la mirada bajo unas gafas estilo Imperial, Blas de Lezo. El estilo Vox ya no se distingue mucho del estilo PP, sobre todo cuando se trata de dar caza al inmigrante o construir castillos de corrupción a la orilla de una piscina. Por mucho bótox que se pinche Alberto Núñez Feijoo en la cara, su rostro marmóreo no puede ocultar el temor a ser derribado por Santiago Abascal quien ha tomado las calles con pulseras Viva España, adquiridas, afirma el Tribunal de Cuentas, de modo irregular. Quiere decirse que hay un triunfo épico que se sueña desde la séptima planta de la sede del PP, en Génova 13, que nos habla de Haciendas y Policías patrióticas, de tahúres y comisionistas, de coimas y 'hurdangameras', y otra más terrenal y cotidiana, como la de Noelia Núñez, convertida en el epítome de la joven derecha española, alegre, libertina y falsaria. Por ese motivo se ha hecho una turné por Mediaset, inmolándose como Juana de Arco por la patria, porque una es muy sacrificá y para algo tiene que servir haber nacido en Fuenla, un suponer. Lo de Noelia expone una visión de la política entendida como espectáculo, éxito social y dinero macho capaz de teletransportar a una chica de barrio hasta la Corte de los Leones, gracias a la magia de los votos o de la democracia. La última serie de Nacho Vigalondo, Superestar, nos invita a regresar al mondofreak que inauguró el milenio. Vigalondo, que tiene una risa sardónica y desprejuiciada, nos indica un camino. La serie no cuenta una historia, no construye un relato, pero sí nos ofrece una selección de momentos para la historia de los que cada uno puede hacer su propia narración sentimental. Más allá de los homenajes a Lynch o a Kubrick y tantos otros maestros del cine de culto o de la cultura pulp española, Superestar nos entrega la Historia y la Política de este siglo, no como un gran texto sino, más bien, como una sucesión de momentos dispares que, en el mejor de los casos, detectan el pulso discontinuo de una vida absurda, brillante y hambrienta, que diría Valle, tan alucinada y alucinante, como alegre y cruel.Resulta cómodo y fácil viajar desde Crónicas Marcianas hasta el Congreso de los Diputados 25 años después. Claro que en la política nacional de nuestros días hay una Tamara, un Genil o un Paco Porras. Aquellas vidas plastificadas, en el fondo tristes y siempre en caída libre hacia el abismo, son las mismas que las de algunos diputados y cuadros políticos de hoy, como hemos visto con Noelia Núñez. La política española es espectacular, rica y diversa como un circo de muchas pistas, al menos tantas como canales de televisión en abierto tiene este país. Cómo no va a resultar atractiva y repugnante la política si la divinidad se mide en los segundos que ocupa cada uno de nosotros en la pantalla de un televisor o un móvil. No hay nada más warhol que ver tu rostro en el marco de una pantalla manchada por el rótulo donde se dice tu nombre y se sella en hermosas letras tu cargo. La mentira consigue que todo sea mucho mejor. Porque todos sucumbimos a la mesa camilla y, además, es justo y necesario. Y mientras tanto, la izquierda y la prensa reivindicamos a Marcelino Camacho, al que le hemos encontrado, en sus manos de fresador, ademanes de icono pop en pleno siglo XXI. Cuando Marcelino salió de la cárcel, lo primero que dijo fue: «Yo lo que quiero es volver a la Perkins». Nada más. Así de sencillo, sin aspiraciones, sin subirse a la parra ni al sindicato. Sin firmar contrato con Mediaset. En el Madrid, Madrid, Madrid, la veterana honradez de un político se ha convertido en una extravagancia, algo que se sale completamente del guion. En la España de Sorrentino, volver a la Perkins es un insulto a la inteligencia. Volver a la mina, como hizo Gerardo Iglesias, es hoy una falta de respeto.Aunque la derecha de hoy parece estar picando en la piedra negra y asfaltada de Madrid como lo hacía Gerardín en el pozo Polio de Rioturbio, lo cierto es que hacen el juego del arribista, fingiéndose doctores y graduados dispuestos a matar por un cargo. El relato del arribista ha sido mil veces contado. Desde las hazañas de Tom Ripley escritas con deleite por Patricia Highsmith y revisadas recurrentemente en el cine, hasta Salzburg, esa pequeña joya de Netflix que explica la caída de una vieja estirpe aristocrática en cuanto se instala el hijo de un simple obrero con aspiraciones burguesas. El gran asunto narrativo sobre la sociedad de clases nunca ha sido la revolución de las masas sino la escalada social. En el año 89, que Gerardo Iglesias regresara a la mina exigía un reportaje en El País. Es obvio que los políticos aprendieron desde entonces la gran lección de Gerardo Iglesias cuando confesaba, 12 años después de ocupar el escaño, lo siguiente: "Trabajar en la mina no tiene precio. La mina es negra y muy dura. No ha cambiado nada".