Sin canales seguros, sin pruebas posibles, sin protección: así es como se puede ejercer el acoso desde una oficina pública. Y quedar impune.Hay un tema recurrente en mi vida: las deudas. Qué queréis que os diga, la educación financiera brilló por su ausencia en casa de mi madre. No estoy orgullosa, pero tampoco avergonzada. Es simplemente un hecho. He atravesado épocas económicamente muy frágiles, como muchas personas autónomas en este país. Y cuando me separé, sin red, sin contrato fijo y con un negocio que se tambaleaba, la prima de mi expareja me ofreció prestarme dinero. Yo me resistí; le advertí que no sabía cuándo podría devolvérselo. Ella insistió. Finalmente me escribió para avisarme de la transferencia y añadió, prediciendo el desenlace: “Mi padre dice que quien presta dinero a un amigo pierde el dinero y pierde al amigo; espero que aquí solo se pierda el dinero.”Un epitafio perfecto para lo que vendría después. Lo que no dijo es que perdería algo más: la medida, la decencia, el pudor. Porque lo que empezó siendo una ayuda pronto se convirtió en una persecución. Tres meses después del préstamo, ella desapareció sin decir palabra y me bloqueó de todas partes. Al cumplirse un año exacto del crédito en cuestión, me escribió reclamando el dinero. No lo tenía. Le ofrecí objetos de valor en compensación, pero los rechazó. Si entonces hubiera sabido de la existencia de Wallapop, los habría vendido yo misma y habría saldado esa deuda. Pero no fue posible.En los años siguientes, cada aniversario trajo consigo un nuevo episodio. Mensajes directos, insinuaciones, presiones. Empezó a involucrar a personas de mi entorno. Quería hacer ruido. Quería que se me señalara. Debía pensar que la deuda le otorgaba no solo un derecho sobre mi economía, sino también sobre mi dignidad. Que tenía licencia para invadir mis relaciones, mis círculos, mi día a día. Ni el Hombre del Frac habría mostrado tanto empeño.Una amiga me contó que, al acudir a la oficina pública donde trabaja esta persona, hizo alusión a su situación económica. No puedo asegurar que se tratara de información filtrada, pero el contexto hizo que ambas lo sospecháramos. Mi amiga, horrorizada, pensó en denunciarla. No lo hizo. Yo tampoco. ¿Por qué? Porque, ¿cómo se prueba algo así? Ese momento fue un punto de inflexión.Dejó claro que el problema ya no era solo personal. Lo verdaderamente inquietante era que una persona desde la administración pública pudiera deslizar información privada sin dejar rastro. ¿Quién puede demostrar que un comentario en una ventanilla se basa en el uso indebido de información personal ¿Qué tribunal admite eso sin pruebas tangibles, sin trazabilidad técnica, sin registros verificables?En el tercer año, el acoso escaló. Había conseguido mi nuevo número de teléfono y también contactó a través de SMS con amigos míos que no la conocían. Todo indicaba que esa información había salido de algún canal administrativo interno, al que ella —o alguien con acceso— pudo haber recurrido. Yo había actualizado mis datos como usuaria en distintos servicios públicos. Es decir, tenía una relación, como ciudadana, con la institución en la que ella trabajaba. Y parecía tener acceso a información que excedía lo habitual.No tengo pruebas de que hubiera accedido a datos de forma indebida, pero la posibilidad me preocupó. Sobre todo porque, tiempo atrás, en una conversación informal, me comentó —medio en broma, medio en serio— que a veces "investigaba" a personas desde su trabajo. Entonces me pareció irrelevante. Hoy, en retrospectiva, no tanto.En el cuarto año, alcanzó a mi pareja. Tras cerrar mi negocio, NoSoloJerez, estaba saldando una deuda bancaria que absorbía cada euro que entraba en mi cuenta. Decidimos usar la suya para realizar la transferencia final con esta señora. Él ingresó el dinero, creyendo —creímos— que todo había terminado. Pero no.Ella no solo no se dio por satisfecha, sino que continuó investigando. Como si fuera una CSI institucional. Localizó a su hermano, que tiene una tienda, y allí se presentó. Mencionó detalles muy específicos sobre mi salud, que, hasta donde yo sabía, solo figuraban en mis antecedentes médicos. No tengo manera de probar cómo accedió a ellos ni si fue coincidencia. Pero la precisión me dejó helada. Lo contó con el mismo desapego con que se lee un recorte de periódico.¿Cómo pudo saberlo? ¿Cómo accedió a algo tan íntimo? ¿Se trataba de una coincidencia, de una suposición certera… o alguien le pasó información? ¿Cómo obtuvo un dato que, en teoría, solo debería estar en mi historial clínico?No era la primera vez que algo así me pasaba. Cuando tenía 24 años, trabajaba en un bar. Un día, el socio —que también era celador en el hospital de Jerez por aquel entonces— me miró, sonrió y me dijo, como si nada: "He visto tu historial. Quiero que sepas que te admiro. Ánimo." En ese momento no entendí la gravedad del asunto, pero me sentí violentada. Alguien había desnudado mi esfera personal sin permiso. Era joven y ni se me pasó por la cabeza denunciar. Me limité a tragarme la incomodidad.Años después, con esta otra situación sobre la mesa, ese recuerdo irrumpió sin avisar, brutal, intacto. Esta vez no quería quedarme con la duda. Pregunté a varios funcionarios de confianza y me aseguraron que es imposible acceder a esos datos sin trabajar directamente en el sistema sanitario.Entonces, ¿había alguien facilitando esa información a esta señora? ¿Puede haber personas dentro de la administración cometiendo infracciones tan graves? ¿Cómo es posible que desde una oficinapública pueda vulnerarse la vida privada de alguien sin dejar constancia? ¿Qué mecanismos fallan para que esto no se detecte? ¿Cómo se controlan esos accesos? ¿Y qué pasa cuando nadie los investiga?Ya no parecía solo acoso. Parecía una violación de la intimidad. En España, el artículo 197 del Código Penal tipifica como delito el acceso no autorizado a datos personales o de salud, especialmente si se realiza desde una posición profesional con acceso restringido. Pero, como ocurre en muchos casos, sin trazabilidad técnica o sin que alguien lo denuncie desde dentro, esa infracción queda impune. Y si realmente hubo acceso a información personal o médica sin justificación, eso sería ilegal. Pero también es casi indemostrable. Porque no hay huella visible.Porque para reclamar legalmente hay que saber cuándo se accedió, desde qué equipo, con qué finalidad. Y esa investigación solo puede hacerla… la misma institución a la que pertenece quien podría haber cometido el abuso.La LOPDGDD también establece la obligación de las instituciones públicas de garantizar la seguridad de los datos que gestionan. Cualquier acceso injustificado puede suponer una infracción grave, pero de nuevo, sin pruebas verificables, estos mecanismos de protección se vuelven papel mojado.Y sin mecanismos internos eficaces, esa sospecha se convierte en una trampa. En vez de respuestas, lo único que me quedaba era la sospecha de que mi vida podía ser diseccionada por cualquiera con una contraseña sabiendo que jamás tendría pruebas para demostrarlo. Estuve meses intentando saber si había alguna vía para actuar. Me empapé de legislación, pregunté a personas expertas.Muchas veces da la sensación de que las instituciones se blindan tras un muro de burocracia y silencio.Lo verdaderamente escalofriante es darse cuenta de que, al menos en mi caso, no encontré ningún canal real, seguro y accesible para denunciar este tipo de comportamientos en la administración pública.En el sector privado, muchas empresas ya cuentan con buzones éticos, canales anónimos y herramientas de denuncia interna. En virtud de la Directiva (UE) 2019/1937, las entidades de más de 50 trabajadores están obligadas a implementar mecanismos seguros para que un empleado pueda reportar irregularidades sin temor a represalias.En cambio, en muchas instituciones públicas españolas, especialmente autonómicas, esos canales no existen o son tan opacos que resultan prácticamente inútiles. Especialmente para los usuarios. Y no hablo de altos cargos, corrupción o escándalos políticos. Hablo de lo cotidiano. De la persona que trabaja en una oficina y puede acceder a datos que quizá no debería consultar. De quien podría usar su puesto como pantalla para ejercer poder personal. De quienes operan cerca de la frontera de lo legal, sabiendo que, del otro lado, a menudo no hay mecanismos de control eficaces.Cuando intenté denunciarla formalmente, no encontré un formulario online, ni un buzón de irregularidades, ni una vía anónima. Solo había teléfonos genéricos, correos sin respuesta y una maraña de requisitos que, en la práctica, disuaden a cualquiera. No hay una verdadera protección para quien denuncia. En muchos casos, es simplemente tu palabra contra la de una estructura entera. En mi caso, además, no contaba con pruebas tangibles. Solo tenía testigos, palabras, consecuencias.Lo que viví fue real, pero también difícil de demostrar. Como casi todo lo que ocurre cuando el acoso se ejerce desde una estructura a la que no perteneces. Porque lo más devastador de este tipo de abuso es la asimetría de poder: ella trabaja dentro; yo, fuera. Ella accede; yo no. Ella controla el flujo de información; yo solo intento esquivarlo.Esta es la rabia: la de sospechar —con indicios que no puedo probar, pero tampoco ignorar— que alguien se ha aprovechado de su posición para hostigarme y acceder a partes de mi vida a las que yo no puedo acceder. Que te persigue con insistencia, disfrazada de acreedora, pero en realidad alimenta una vendetta personal desde la comodidad de su silla pública. Que utiliza recursos y contactos de una administración para colarse en tu vida, año tras año, sin que tú puedas hacer nada.Porque no es tu oficina. Porque no tienes acceso. Porque no puedes demostrar lo que sabes —o intuyes con fuerza— que está ocurriendo.Esta no es solo una historia personal. Es el reflejo de una carencia estructural. Esa es la brutalidad del abuso institucional: opera en silencio, amparado por una estructura que protege más a quien tiene acceso que a quien sufre las consecuencias. Y, mientras tanto, te preguntas si estás exagerando.Si habría sido mejor callar. Si el problema no fue la deuda, sino que no supiste protegerte. Si todo esto —el miedo, la humillación, la impotencia— es culpa tuya. No lo es.Lo que sí es culpable es un sistema público que aún no ha entendido que el poder institucional también puede maltratar. Que el acoso no solo se da con insultos o empujones. Que puede ejercerse con una acreditación, con acceso a bases de datos, con una sonrisa amable tras un mostrador. Que puede instalarse año tras año, mensaje tras mensaje, invasión tras invasión, bajo la forma de una deuda que ya se pagó… pero que sigue cobrándose en forma de miedo. Y dejan rastro, aunque sutil, difícil de tipificar. A veces, lo único que te queda es escribirlo. Ponerlo en palabras para que, si alguien más está viviendo algo parecido, sepa que no está sola. Y que no está loca. Porque el poder mal utilizado no siempre grita. A veces susurra, pregunta lo que no debería, aparece donde no ha sido invitado. A veces lleva acreditación oficial. Y aun así, queda impune.Si alguna vez alguien te dice: “No puedes hacer nada, no tienes pruebas”, responde: No hay prueba porque no hay acceso. No hay acceso porque no hay canal. No hay canal porque no hay voluntad.Y si alguna institución lee esto: empiecen por ahí.