El pasado 15 de julio, el primer ministro francés François Bayrou presentó un plan de ajuste de tal envergadura que redefine el alcance de la austeridad europea. Con un déficit del 5,8 por ciento del PIB y una deuda que cerró 2024 en el 113 por ciento de la riqueza nacional, Bayrou anunció recortes por 44.000 millones de euros para el ejercicio 2026, equivalente al 1,3 por ciento del PIB, junto a un nuevo impuesto a los más ricos, la eliminación de dos festivos nacionales –el Lunes de Pascua y el 8 de mayo– y la supresión de 3.000 empleos públicos. Sin embargo, el recorte más polémico se dirige al propio corazón del Estado de bienestar: 5.000 millones de euros menos en partidas de sanidad y seguridad social, y la congelación de pensiones y sueldos públicos, mientras el gasto militar se dispara en 6.500 millones de euros adicionales (un alza del 10 por ciento en dos años) para reforzar el arsenal nuclear y la industria de defensa. La justificación del Ejecutivo francés es tan clara como cruda: los intereses de la deuda pública serán en 2029 la primera partida del presupuesto –100.000 millones de euros– creciendo al ritmo de 5.000 euros por segundo. Este ajuste se desmarca del discurso imperante en el debate público europeo. Si bien la necesidad de enfrentar la nueva realidad geopolítica ha empujado a Alemania a asumir más deuda o a Italia a moderar su gasto, ningún grande del continente había acometido simultáneamente una contención tan drástica del gasto social y un reforzamiento de lo militar. El mensaje de Bayrou es inequívoco: la seguridad nacional y la solvencia fiscal priman sobre la cohesión social , con la vista puesta en el papel de Francia como potencia geoestratégica y garante del 'pilar nuclear' de la UE. No se puede gastar más en intereses de la deuda que en defensa, ha dicho. España, en cambio, habita en otra galaxia. Desde la aprobación en la anterior legislatura de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) de 2023, nuestro país funciona en régimen de prórroga automática amparada en el artículo 134.4 de la Constitución, ante la imposibilidad del Gobierno de recabar apoyos suficientes para aprobar unos nuevos. Esta 'vacatio' presupuestaria impide cualquier discusión de calado sobre prioridades: ¿De dónde saldrán los 10.000 millones extra para elevar al 2 por ciento del PIB el gasto en defensa? ¿Se compensarán con recortes en sanidad, educación o políticas de vivienda? Nadie lo sabe, porque no hay proyecto de ley que permita preguntarlo en el Congreso, proponer enmiendas o votar alternativas. La disonancia con el debate francés no es solo cuantitativa, sino institucional. Francia elige entre bienestar y seguridad, asumiendo un coste social elevado, pero con la legitimidad de un debate parlamentario y un calendario fiscal claro. A la vista de los antecedentes, Bayrou no podrá sacar adelante sus planes en la Asamblea Nacional, donde la izquierda y la derecha ya le han mostrado los dientes. Quizá tenga que volver a recurrir a un atajo constitucional. Pero la única manera de enfrentar a los populistas es trasladar al debate público el ejercicio de realismo al que obliga la elaboración de las cuentas públicas. El debate presupuestario no sólo constituye la plasmación de un programa de Gobierno, con el que Pedro Sánchez hoy no cuenta, sino que es la oportunidad de implicar a la ciudadanía en la responsabilidad colectiva. España carece de ese pulso democrático, postergando la gran pregunta: ¿Qué país queremos ser? Hasta que no recuperemos la normalidad presupuestaria, seguiremos sin capacidad de decisión real sobre nuestras políticas sociales ni de defensa, mientras otros toman las duras decisiones que aquí ni siquiera tenemos ocasión de plantear.