¿Algoritmos que se atragantan con la ñ?

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Me ha gustado mucho este artículo de hoy de Sarah O’Connor en el Financial Times, «Why does the internet hate my apostrophe?», sobre un tema absolutamente viejísimo, pero que cada día llama más la atención en plena era de los algoritmos y la inteligencia artificial: cómo cada intento de comprar un billete de avión la obliga a negociar con una ventanilla electrónica que considera su apellido «inválido» y la increpa para que evite «caracteres especiales». El apóstrofe irlandés, según parece, es todavía un acto subversivo a ojos de no pocos servidores, lo que lleva a la pobre Sarah a convertirse nada menos que en “O&#39Connor”. Si los nombres fueran memes, el de alguien con una impenitente «ñ» y dos apellidos con acento separados por un espacio que jamás pidieron perdón por existir sería catalogado directamente como «contenido no apto para menores de ASCII». Resulta cómico (o más bien trágico) que en una era en la que inteligencia artificial predice la estructura de las proteínas o del ADN, redacta sentencias judiciales y suspende a opositores humanos en los tests de creatividad, el formulario del aeropuerto siga incubando auténticos terrores de guardería: «¿una tilde? ¡Terrorismo SQL!» El problema, claro, no es técnico; Unicode lleva un cuarto de siglo ofreciendo cobijo a más glifos de los que uno podría tatuarse en toda una vida, sino puramente cultural. Persisten viejas bases de datos que fueron diseñadas cuando el mundo era tan plano como las pantallas de fósforo verde de los mainframes y el único acento admitido era la condescendencia. La paradoja es tan deliciosa como absurda: entrenamos modelos de miles de millones de parámetros para que escriban versos endecasílabos sobre agujeros negros, pero incluimos un reject() en el código porque nadie quiere comprobar si la librería de turno sanitiza correctamente las comillas. Y el resultado es ese universo paralelo donde Enrique Dans Pérez se transmuta automáticamente en un tal Enrique D. Perez, personaje que ni Hacienda reconoce ni mi madre firma al recoger los paquetes de Navidad. La ubicua anglofonía que roba históricamente a las mujeres su apellido de nacimiento, una vez oficializada como validación de campo de texto, no solo da pereza: además, empobrece identidades y privilegia a quienes encajan de nacimiento en la plantilla. En plena era de la inteligencia artificial, todavía no tengo un corrector mínimamente fiable que cuando se me escapa el meñique a la «ñ» o a la «ç» cuando quiero poner un acento, lo cambie de la manera adecuada. La sociología del bug es clarísima: cuando la máquina nos pide que «nos adaptemos» no está exigiendo eficiencia, sino sumisión. Quien cede y elimina la «ñ» para no perder el vuelo está practicando una forma blanda de autocolonialismo digital. Tan blanda, eso sí, que pasa inadvertida… hasta que recuerdas que la próxima ventanilla será un chatbot y que no habrá persona al otro lado para resolver el entuerto con una sonrisa y un backspace. Lo irónico es que, en un futuro distópico poblado por algoritmos omnívoros, tal vez convenga ser ilegible. O’Connor bromea en su artículo con llevar un pin que proclame «I’m not machine-readable» como quien exhibe un salvoconducto de invisibilidad ante futuros Terminators. Como bien dice en el artículo, si los antecesores de Sarah Connor no hubieran eliminado la «O» y el apóstrofe de su apellido original irlandés, seguramente el Terminator no la habría encontrado, y no estaríamos ahora como estamos. Y puede que tenga razón. Entre tanto, la verdadera revolución está al alcance de cualquiera: escriba su nombre completo, con todas sus tildes, guiones y apóstrofes, en cada maldito formulario. Hágalo no porque el software lo permita, sino precisamente porque se atraganta. Cada clic en «enviar» será un recordatorio de que las máquinas, por muy inteligentes que presuman ser, siguen y deberían seguir siendo nuestras invitadas, no nuestras correctoras ortográficas de oficio.