Se abrazaban los manifestantes propalestinos entre vítores y aplausos. Incluso alguno se permitía llorar, como si hubieran esquivado a la muerte o derrocado a una dictadura. Acababa de anunciar la organización de la Vuelta a España que su última etapa, esa que pretendía coronar a Jonas Vingegaard como gran campeón en el centro de Madrid , había sido cancelada a 56 kilómetros de la meta. Una victoria impensable, pues los participantes de la marcha habían cambiado el curso de la historia, se habían impuesto a una de las carreras más importantes del mundo y a un despliegue policial sin parangón. Y aunque muchos de ellos lo hicieron de forma pacífica, con una fe inquebrantable en una causa que consideran primordial, fueron los violentos los que convirtieron la tarde en un auténtico polvorín. Se lanzaron vallas contra los antidisturbios, se agredió a periodistas y se increpó a los aficionados del ciclismo, todos cómplices a los ojos de una marabunta caníbal, que había impuesto su autoridad violenta en Bilbao, en el Angliru, en Monforte de Lemos y en Guadarrama, y que prendió una traca final en la capital española que tardará en olvidarse. Fue el Paseo del Prado , a unos metros del icónico museo y punto elegido para encarar la recta final de la etapa, una de las zonas más calientes. Allí, sobre las seis de la tarde, se congregaron cientos de propalestinos y, ante su empuje, las primeras cargas no tardaron en llegar. Muchos retrocedían con el lomo apaleado mientras que otros comenzaban a lanzar hacia las autoridades todo lo que tenían a mano, desde botellas de agua hasta señales de tráfico. Intentaba la organización mantener la calma, anticiparse al caos, misión que con avidez se convirtió en una quimera. Una de las entradas para el recinto de invitados estaba delante de los manifestantes, que comenzaron a increpar a todos los aficionados que se acercaban a su destino. Como si se tratase de un asedio medieval, empezaron a trepar por la vallas, a cargar contra ellas con todas sus fuerzas. Incluso se utilizó una señal a modo de ariete. La defensa cayó, el recinto quedó desnudo y de su interior salió una tromba de antidisturbios con las porras cargadas. Uno de los manifestantes más veteranos intentaba calmar las aguas, pedía a sus compañeros que no tomasen el camino de la violencia, aunque sin mucho éxito. Mientras, otro sostenía un bulto envuelto en una manta blanca, que pretendía emular a un niño palestino asesinado. Incluso dos periodistas de Antena 3 fueron rociados con agua y golpeados con banderas de Palestina en repetidas ocasiones. No todos buscaban el boicot. Por ejemplo, Begoña, madre del ciclista asturiano Hugo de la Calle , del equipo Burgos, se mostraba preocupada y contrariada. «No se puede defender la paz a base de golpes. La protesta es lícita, la violencia, no. Los ciclistas no tienen la culpa de nada y han corrido mucho peligro en esta Vuelta», aseguró a este periódico. Su gran ilusión era ver a su hijo de 21 años atravesar la meta de la Vuelta, una imagen que finalmente no se produjo. La escena era desgarradora, tensa, un barril de pólvora a punto de explotar y en la que el deporte había dejado de importar hacía mucho. Los manifestantes eran un acordeón, subían y bajaban según se sucedían las cargas policiales hasta que finalmente consiguieron romper el candado y adentrarse en el recorrido. El vaso se desbordó y la organización decidió cancelar el final de la carrera. La Vuelta 2025 acabó con un estruendoso aplauso.