De los relatos de Barbara Molinard se sale casi boqueando, buscando aire en la superficie después de transitar por espacios delirantes y haber compartido la tensión y la angustia de sus narradores. Solo la longitud controlada de los textos de Zozobra permite una inmersión sin riesgos en los abismos mentales que contiene.Tanto el prefacio, a cargo de Marguerite Duras, como la conversación final entre esta y la autora, dan cuenta de la depresión que llevaba a Molinard a destruir todo lo que escribía. Dominada por un desdoblamiento en que la inseguridad y la angustia daban forma a una enemiga destructora, de la incansable labor creativa que desarrolló durante ocho años solo nos queda esta colección, y eso gracias a la insistencia de su marido y su amiga. En esa conversación Molinard da cuenta de su decisión, finalmente frustrada, de pasar tres días en una cripta donde, al entrar por casualidad, había encontrado el sosiego que le faltaba en su día a día: “Siempre ha habido un abismo, un obstáculo entre los demás y yo, o el mundo y yo”, afirmaba, justificando el aislamiento que buscaba allí, el mismo al que someterá a sus personajes mientras sienten a su alrededor una agresividad latente. La atracción por la muerte queda aquí también reflejada: “la muerte debe ser mejor que la vida”. “La nada es lo que vivimos”.Con ese bagaje no es de extrañar el aspecto de pesadilla de sus textos, la zozobra, término ubicuo a lo largo del libro, a la que se encuentran sometidos los protagonistas. Pero el onirismo que domina casi todos las historias rara vez es tan arbitrario como para no permitir detectar un sentido, una representación de los sentimientos atormentados de la autora.El hastío, por ejemplo, domina ‘El avión de Santa Rosa’: junto a la típica angustia por llegar tarde que acompaña tantos de nuestros sueños, la narradora encuentra en la espera en el aeropuerto una forma de sobrellevar el día. La culpa, por supuesto, aparece con frecuencia, como en la desasosegante ‘La mano cortada’, la que, con forma de globo, le es amputada por un boticario al protagonista, y cuyo muñón paseará en un país en que el Gobierno persigue la virtud y la bondad al no tolerar que una minoría deje en evidencia con sus actos a la mayoría. Aquí hay además una interminable bajada a las profundidades, como en el hotel de la sobrecogedora ‘Ven’. En ‘La cita’, por el contrario, el protagonista tendrá que escalar los muros de una avenida infinita que deviene circular, en una amenazante ciudad que nos recuerda los paisajes urbanos de la Trilogía Involuntaria de Mario Levrero.La paranoia está en ‘La esponja’, la enfermedad en ‘Taxi’, el desengaño en ‘El hombre sin cabeza’, la locura y la muerte en ‘La cama’ y en ‘Estoy solo y es de noche’, que es como se siente el narrador después de que, tras soportar múltiples sufrimientos físicos y morales, es dejado a las puertas de la clínica, desnudo y ciego en el aire gélido, mientras le recuerdan que ahora es un hombre libre. La soledad y el aislamiento del personaje nos remiten aquí a algunos textos de Beckett.‘Los apartamentos del padre’, viene a describir, por su parte, la lucha por salir de un proceso depresivo: un padre y su hijo alientan al protagonista a perseverar en la construcción de la escala que le permitirá, además de subir a los apartamentos en la cumbre de un rascacielos, obtener el abrazo de un padre distante y cruel. La pérdida, finalmente, está presente en los dos relatos menos oníricos, ‘La jaula’ y ‘La felicidad’, conmovedores en su representación de la fragilidad de las barreras que se construyen ante la desgracia.Por sus impactantes y tenebrosas imágenes, por la hostilidad de un mundo en el que no tienen cabida los protagonistas, por la ansiedad y el miedo que los atenaza, leer Zozobra es toda una experiencia.Rafael MartínLa entrada Zozobra de Barbara Molinard aparece primero en El Placer de la Lectura.