A Kiev se va en tren nocturno desde Polonia, en un coche cama muy parecido a los dos que fueron destruidos por drones rusos en la estación de Shostka el viernes pasado. Es un viaje que recuerda en todo al de los expresos que iban a la mili en mi juventud, incluso por el olor a ropa ajena, arroz con pollo y hierro húmedo de los compartimentos, y en el que se tiene la sensación de cruzar un espejo y filtrarse a otro universo casi cien años anterior. Y no porque Kiev sea una ciudad demolida como en la Segunda Guerra Mundial, antes bien, se trata de una hermosa capital europea que podría pertenecer a una Austria liberada de turistas y agitadores multiculturales, sino porque resulta irreal la parsimonia con la que abren sus comercios y restaurantes o con la que circulan los automóviles por sus calles, tal que si fueran recuerdos lejanos. Es cierto que, de inmediato, llama la atención la práctica ausencia de hombres jóvenes ejerciendo su oficio, como conducir una furgoneta de fontanero o arreglar las flores de los parques, por ejemplo, y que muchos edificios exhiben agujeros negros como cuencas vacías de calavera en algunos de sus apartamentos. La parsimonia es, pues, el disimulo de la guerra. ¿De qué otro modo, si no, podría resistir Ucrania sin caer en el desánimo? He visitado Kiev dos veces desde que Putin decidió minar la moral de sus habitantes con recurrentes ataques aéreos por la noche , haciendo sonar cada poco esa alarma de los móviles que obliga a bajar al refugio e impide conciliar el sueño. Puede que también por eso me parezca una ciudad lenta, porque en Kiev hoy se llora sin haber dormido. Y estaba allí el 27 de septiembre, cuando cayeron sobre el país seiscientos drones y cincuenta misiles, la mayoría en la capital. No sé si pasé miedo, seguramente sí, porque bajo aquel cielo oscuro relampaguearon durante horas los cruces de cohetes y trazadoras, pero puedo asegurar que regresé seguro de haber sido testigo de lo que le espera al resto de Europa si no reaccionamos. Es hora de que despertemos de la ficción de creer que lo de Ucrania les está pasando a otros y que los rusos sólo aspiran a recobrar sus antiguas fronteras. Putin no busca ganar territorio, sino influencia. No persigue reconstruir la URSS, sino el Pacto de Varsovia y, a ese efecto, precisa descomponer la Unión Europea. No digo 'conquistar', digo 'descomponer'. Para él, ganar esta guerra no consiste en anexionarse unos kilómetros cuadrados más –Rusia ya es el país más grande del mundo–, sino en sustituir a Zelenski por un esclavo político, otro como el Lukashenko de Bielorrusia. Y lo mismo en Moldavia, primero, y las repúblicas bálticas y Polonia, después. Por eso, en su estrategia, resulta tan relevante aterrorizar a la población, intentar que una ciudadanía agotada acabe culpando al propio gobierno y exigiendo algún tipo de cambio político que garantice el despertar de la pesadilla. Y por eso, además, el único final inaceptable para los intereses de Putin sería una Ucrania que, aunque recortada, pudiera entrar en la UE o la OTAN, es decir, una Ucrania que, fuera cual fuese su líder, quedara inserta en el bloque democrático occidental. No nos engañemos: la guerra sucede en Ucrania, pero el enemigo somos nosotros, la UE. Lo que representamos: democracia parlamentaria, derechos fundamentales, Estado de derecho, economía de mercado y políticas sociales; esto es, el conjunto de valores que resultaron vencedores en la Guerra Fría. España incluida. Madrid sólo está a unos minutos de vuelo, no fuera de alcance. La guerra de Ucrania es el ensayo de Putin para la guerra de Europa . Ahí está probando y aprendiendo cómo se hace la guerra contemporánea, aquella con la que no podría invadir Europa, pero sí desestabilizarla hasta hacerla caer y recuperar así el viejo cinturón de aliados zombis de la URSS. Estamos ante la revancha de la caída del Muro de Berlín. Tal y como se está desarrollando en Ucrania, esa guerra actual se parece mucho al terrorismo de Estado: es muy barata, se puede activar desde cualquier parte y se dirige a sembrar el pánico en el pueblo. Un dron se construye en un garaje cualquiera, se maneja desde la azotea de nuestras ciudades y puede causar un dolor inimaginable. Los drones son los nuevos señores del campo de batalla; ni siquiera los carros de combate se les resisten. Zelenski ya no nos pide carros; prefiere dinero para fabricar drones. Asistimos a una guerra 'low cost', una guerra de saldo. La iniciativa del llamado 'muro de drones' sólo tiene sentido al equiparar drones con misiles que vienen del otro lado del frente, pero si se considera que es posible fabricar y dirigir drones rusos desde nuestro propio territorio, ese muro podría quedar como otra Línea Maginot. La ventaja que ofrece el proyecto para la conciencia de los líderes europeos es su alto precio; ya hemos comprobado cómo en la UE equiparamos gastar dinero a destajo con estar bien defendidos, cuando, insisto, lo que se ve en el frente ucraniano es que la guerra se ha vuelto barata. Las grandes empresas del sector se frotan las manos ante las inversiones millonarias que se esperan para megaproyectos de barcos, carros, helicópteros…, yo qué sé…, como si estuviéramos en el siglo XX, pero sabed que, si alguien nos ataca, será con un pequeño dron sin bandera, casi indetectable, con autonomía suficiente para salvar largas distancias y reventar en cualquier punto estratégico, diseñado por una compañía minúscula o un grupo de estudiantes. Así he visto que sucede en Ucrania con la barrera de teléfonos móviles escuchadores de drones, las camionetas con ametralladoras antiaéreas o las redes caza-artefactos, ideadas y montadas todas por jóvenes voluntarios civiles. Para defenderse, hay que percibir el peligro y, para enfrentarlo, estar dispuesto a sacrificarse, pero la inmensa mayoría de la población europea ni siente lo uno ni aceptaría lo otro. Y yo sólo digo una cosa: si Putin se hace con el control de Ucrania –control político, no necesita ocuparla– y suma así los veteranos de uno y otro ejército y el aprendizaje en la guerra de drones de ambos, ¿dónde vamos nosotros con nuestras inversiones millonarias, aunque sin soldados ni redes sociales de armamento? Los drones son los smartphones de la guerra. Olvidad lo de la guerra híbrida: Rusia está en la guerra de verdad, que ahora se hace de otra forma. Lo he visto en Kiev y en los campos de batalla recobrados por Ucrania: los ratones hacen huir a los elefantes. Que lo que viene nos encuentre preparados.