Cuando la prensa mundial presenta relatos de las guerras entre los cárteles de droga en Latinoamérica, con asesinatos anunciados, tomas de territorio y tenencia de armamento bélico , desde Europa uno se da cuenta de que las más sangrientas series ficcionales de las plataformas de streaming son un recorte no exagerado de la realidad. Los habitantes de la región, cuando no estamos en los territorios en disputa, al menos naturalizamos los efectos secundarios de esa violencia: no protestamos frente al comercio de drogas en las plazas, simulamos ignorar los símbolos de las bandas criminales pintados en los muros y asumimos como aceptable salir a la calle con un móvil de repuesto, sin aplicaciones bancarias, para entregarlo a quien venga a robarnos. Si el sostenimiento del narcotráfico responde a evidentes causas económicas globales, que merecen un breve repaso, la pasividad del ciudadano y del Estado ante la delincuencia organizada obedece a un equívoco ideológico interno, aquí denominado 'narcoidentidad'. La visión macroeconómica recomienda que el modo de intervención en la cadena comercial de la droga sea revisado a escala global. Para ello, basta con reconocer que la producción de cocaína está anclada en un ciclo óptimo: a América Latina le queda la actividad primaria, exportando productos minerales y agrícolas de escaso valor añadido. Entre esos productos, sin embargo, la cocaína constituye la excepción perfecta: las hojas de coca son procesadas en su región de cosecha, empleando mano de obra local; el resultado es un bloque compacto, que supera las precariedades del transporte y logra así atravesar tanto las dimensiones continentales de los países como las condiciones hostiles de la selva. Y, como si fuera poco, el producto alcanza un valor de exportación incomparable, impulsado por las divisas fuertes. Si se atiende a esa lógica financiera, se advierte que los intentos de intervención de los estados de Europa y América del Norte tienen escaso efecto, porque se limitan a controlar fronteras para castigar a los comerciantes, así blindando a quienes financian todo el proceso: sus ciudadanos, que consumen la mercancía. La despenalización total de la droga o la criminalización de su consumo serían las únicas vías para que la responsabilidad no recaiga en el eslabón transoceánico de esa cadena. Ello no exime, sin embargo, la responsabilidad de América Latina por haberse dejado tomar por las bandas criminales. Una parte considerable de los estudiosos de la región mantiene implícita la equivocada pero poderosa doctrina que presenta al delito como forma de identidad cultural y a la criminalidad organizada como expresión de resistencia. No cabe duda de que América Latina creó una situación de dependencia cultural respecto a Europa. El problema está en que muchos intelectuales aprovechan la necesidad de búsqueda de iconos regionales para desarrollar un discurso que identifica a ese narcotraficante armado como el individuo que planta cara al sistema burgués y, por ende, defiende la causa popular. En esa idealización, el narco representaría el brazo armado que internamente se enfrenta al Estado opresor y, en el plano internacional, sería el único capaz de exportar un producto que no incremente la desigualdad entre países pobres y ricos. Las teorías que simplifican los problemas sociales en una escisión entre opresores y oprimidos son ya habituales, pero en este caso el reduccionismo pasa factura. La idealización de los bandos armados se ha trasladado del ámbito intelectual a las políticas de seguridad pública. A pesar de las fortunas que los gobiernos inyectan en la prensa, no se encuentra en América Latina ninguna campaña pública que fomente la denuncia de las autoridades corruptas o que llame al pueblo a reaccionar frente a las diversas formas de opresión ejercidas por los narcos. Los blancos de la 'speak-up culture', de la cultura de la denuncia, pasan de largo ante la corrupción y los homicidios vinculados a la criminalidad organizada. No resulta temerario afirmar que las campañas que alertaban a los jóvenes sobre los riesgos del consumo de drogas han desaparecido de los medios de comunicación, a la vez que cualquier mínima intervención privada que convoque al enfrentamiento de la criminalidad es inmediatamente silenciada, o no logra traspasar las fronteras de algún país centroamericano. Hay que seguir edificando un discurso sólido que afirme a América Latina desde dentro. Para ello, hace falta descubrir su identidad contemporánea, que, aunque pueda ser multifacética, jamás pasará por la identificación con la violencia, la criminalidad y la droga. Hombres y mujeres fuertes, con valores de honestidad, trabajo y armonía con la naturaleza, merecen que el Estado, titular teórico del monopolio de las armas, los libere de quienes implementan la versión más deshumanizada del capitalismo: aquella que sacrifica la vida y la libertad de los hermanos más vulnerables en favor de los narcodólares.