Abdón H (10ª y última parte)

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El salón de actos del magno edificio de la Sociedad de Autores quedó desierto después de la entrega de galardones. Todos, premiados, periodistas e invitados, fueron pasando al recinto habilitado para el cóctel. Se respiraba el aire distendido de cualquier celebración oficial, en la cual todos parecen contentos y entregados a los galardonados. La vanidad se filtraba entre apretones de manos, abrazos, frases elogiosas, besos en la mejilla o miradas y sonrisas estupendas. Todo y todos rebosaban esa concordia que agrada mostrar y cuanto más vehemente, mejor. Abdón, todavía con su estatuilla en la mano, buscaba una cara conocida en la que apaciguar su extravío. — Genial tu obra, total, y tan comprometida con estos tiempos -le interpeló un crítico teatral de un periódico digital de enorme tirada- ¿Dónde escondías tu arte, Abdón? Esperamos más teatro tuyo. Sonrió a la pregunta esquivándole. — ¡Dejen paso al dramaturgo del siglo XXI! Escuchó tras él al tiempo que atravesaba un sinfín de rostros decorados para la ocasión. Se topó de súbito con sus sobrinos. Salieron de entre una nube de gente en pos de la bandeja de un camarero. Los chicos abrieron extremadamente los ojos al verle. Apenas le conocían, pero su reciente fama les invitaba a la admiración: tío y célebre, el no va a más para unos chavales de dieciocho años. Iban acompañados por la hermana de Marifé, que se hizo con su custodia y gran parte de la tajada de la herencia, la cual soslayó adusta al premiado. — ¡Tía haznos un selfi con el tío Ab! Dio un gritito juguetón uno de los hermanos. La tía disparó la fotografía desde su móvil con una parsimonia seca. Cuando se cruzaron las miradas, ella levantó la barbilla ostentosa escrutando por lo bajo la estatuilla que portaba Abdón. Cuando los sobrinos asaltaron a la tía insistiéndole en que les guasapeara la foto cuanto antes, le tocaron la espalda. Eran Raúl y Marga, sus amigos de antaño. — Y eso que me dijiste la vez que nos vimos que habías dejado de escribir, tío. ¡Vaya subidón! Raúl le tenía agarrado por el antebrazo apretándole con emoción. Su esposa escudriñaba a Abdón desde una distancia que parecía remota, ajena al sitio donde se encontraban. — En esta ocasión no me has llamado para ser la protagonista. -le dijo sin malicia, ocultando medio rostro con su cabello mechado. — Estoy seguro que lo habrías bordado, como cuando lo hiciste para La Libertaria. Pero, ya sabes, ahora casi se me impone el elenco. Me hubiera encantado que estuvieses tú. Ella se disculpó azorada, comentándole que el teatro para ella era ya un recuerdo lejano. "Como Raúl, he tenido que claudicar y ahora trabajo de cajera en un supermercado. Los hijos, la sobrevivencia, ya sabes, salir a flote aunque sea renunciando a lo que pensábamos que era nuestra vocación." Estaba más delgada y maquillada de manera torpe, con cosméticos baratos. Su cabello, antes voluminoso y dorado, ahora aparecía lamido y sin brillo. Tenía los ojos más hundidos, abatidos, huidos, inmersos en una sumisión a ras de tierra. — Hemos venido con ellos. Añadió Raúl descubriendo a Mamen, su hijo y un tipo robusto de mentón prominente. — Te felicito, Ab. Mereces este reconocimiento que antes se te negó injustamente. Le dijo Mamen yendo a besarle las mejillas. Su hijo, un espigado quinceañero con un aro en la nariz y un corte de pelo imposible, le puso de frente la palma de la mano en plan colega. Le presentó a Antonio: "Mi pareja. Ahora me ayuda en la librería, pero él es corredor de fondo. Fíjate tiene hasta un diploma de un campeonato nacional." Tras estrecharse las manos, el atleta le enseñó una potente y blanquísima dentadura en una sonrisa abierta. Le estallaba la chaqueta en la espalda y en los bíceps. — ¿Qué tal va la librería? Preguntó Abdón, advirtiendo el paso de los años también en Mamen. Seguía siendo atractiva su sonrisa, sin embargo se demoraba en una pose y terminaba perdiendo frescura. Parecía impostada. El paso del tiempo, o cómo la veía ahora Abdón, prodigaba una especie de viso falso que enturbiaba su aura. No sentía nada teniéndola cerca. Era pasado arcaico y eso la envolvía en manoseado recuerdo. Y no era rencor, ni envidia de su pareja, simplemente era apatía, sensación de un mundo perdido con habitantes fosilizados en estatuas de sal. — Va de perlas, Ab. Si te digo que estamos pensando -dijo mirando a su pareja- dar una vuelta al local de al lado para ampliarla. Estamos especializados en ebook y eso tira ahora. Como a ti ahora no se te ve el pelo por el barrio, pues no ves el lustre que tiene el negocio. Estuvieron un tiempo más charlando de naderías. Abdón estaba fuera de la conversación. Sopesaba a sus amigos de antaño y no se veía en la foto . O no se reconocía entre aquel mundo pasado, o no deseaba hacerlo, tal vez. No le interesaban sus vidas ni sus proyectos de futuro, sólo le parecían piezas huecas que ya no encajaban en su mundo. — Estás hecho un puto crack -le dijo a hurtadillas el díscolo hijo de Mamen guiñándole un ojo. Sólo eso le sacó una sonrisa franca y, en cierta manera, se vio reflejado en el chaval. Les dejó alrededor de una mesa con pichos y copas vino y se fue alejando del bullicio del cóctel. Respiró hondo al salir por la puerta del jardín y encontró una noche que le procuró un profundo bienestar. Se escuchaba lejano el tráfico conjuntado con el discurrir del chorro de la fuente. — ¿Sigues en el Babia? -preguntó tras marcar en el móvil- Pues si me prometes una copa, voy en menos de media hora. Ok. Nos vemos, Teles. Salió presuroso por la puerta trasera del jardín y cogió el primer taxi que encontró. Se sentía bien. Entusiasmado, jovial, dispuesto a vivir por entero el rumbo de su vida. — Si le parece, vamos mejor callejeando porque la Castellana estará horrible. Las noches de los sábados son un caos de tráfico por el centro. Le dijo el taxista con un claro deje extremeño. En el vehículo, al cabo de unos minutos, se dio cuenta que se había dejado la estatuilla. No sabía si sobre alguna mesa del cóctel o si alguien se la cogió para una foto o, simplemente, para curiosearla. Se encogió de hombros con cachaza. No importaba. Luego, escudriñó la multitud de lucecitas que poblaban la noche en la ciudad. Pasaban raudas, titilantes, enigmáticas a través del cristal del taxi, como alegorías convidando a desentrañarlas.