Mi devoción por determinados historiadores se ha mantenido inalterable a lo largo de los años. Si tuviera que citar un ejemplo, el nombre de John H. Elliott vendría a mi mente sin pensar siquiera. Otros, en cambio, se han caído del pedestal donde les tuve. Henry Kamen es uno de los casos más patentes en los que se ha desvanecido mi antigua admiración. Cuando publicó Felipe de España (Siglo XXI, 1997), pensé que idealizaba en exceso a Felipe II, pero lo pasé por alto porque el libro estaba admirablemente documentado y endiabladamente bien escrito. Muchos de sus últimos títulos, en cambio, parecen redactados a vuela pluma y no poseen la misma entidad como trabajos de investigación. Este es el caso de Las dos Españas (Espasa, 2025), un estudio saturado de planteamientos sensacionalistas.Kamen intenta demostrar que la división de nuestro país en una España progresista y otra tradicional no se originó en la época contemporánea sino en el Siglo de Oro. Pero esa supuesta polarización se refiere a dos modelos de país que serían mutuamente incompatibles. Asunto muy distinto es el debate entre halcones y palomas acerca de cómo terminar con la guerra en los Países Bajos. Unos defendían la mano dura; otros, la diplomacia.¿Dos Españas? No. Una única España en la que dos facciones estaban en desacuerdo acerca del mismo objetivo: mantener el predominio imperial. En aquellos tiempos, ser partidario de amnistiar a unos rebeldes no era una cuestión de principio. Los Habsburgo demostraron un asombroso pragmatismo y utilizaron, en función de las circunstancias, la fuerza o la negociación cada vez que tenían que apagar un fuego. Solo se trataba de utilizar la herramienta más eficaz.La interpretación de la revuelta de los holandeses adolece de un legalismo absurdo. Se habrían alzado, según Kamen, contra su propio rey que, además, “por casualidad”, era el monarca de España. Pero es que precisamente por eso, porque era el monarca de España, Felipe II actuaba en función de unos intereses que no eran los de los rebeldes. De ahí que su lucha pueda verse como un combate por la liberación de un yugo extranjero. Que los Países Bajos no pertenecieran formalmente a España no viene al caso si nos centramos en las realidades prácticas, no en las teóricas.Nuestro autor hace afirmaciones con la mayor seguridad que no son tan claras como él piensa. Como sostener que los españoles utilizaban la palabra “España” solo para hablar con los extranjeros, mientras que entre ellos “recurrían a los nombres regionales específicos”. Eso, sencillamente, no es verdad. Los autores de la época empleaban el término con la mayor naturalidad. Francisco de Quevedo, sin ir más lejos, se dirige en un poema célebre a “España” para decirle que es muy fácil que lo que ella les quitó a todos sola, le puedan a ella sola quitar todos. Respecto al hecho de que los monarcas no utilizaran el título de reyes de España, sino de Castilla, de Aragón, etc., el argumento nos parece francamente flojo. Todo el mundo hacía servir la expresión “rey de España”, tanto en la península como fuera de ella.Pero según nuestro historiador británico, la autoconciencia de los españoles sería prácticamente nula. Tanto, que no acostumbrarían a utilizar el término “imperio” para “referirse a la entidad a la que servían”. Los documentos, otra vez, vienen a decirnos exactamente lo contrario. Un religioso, fray Juan de la Puente, publicó en 1612 un libro titulado La conveniencia de las dos Monarquías Católicas; la de la Iglesia romana y la del Imperio español. El hecho, fácilmente demostrable, es que los hispanos del Siglo de Oro se veían a sí mismos como una potencia mayor que las de la Antigüedad. España, para ellos, no solo era un imperio, sino uno superior al de la Roma clásica.Otra tesis pintoresca es la que afirma que “jamás se tuvo la sensación de que en América hubiera realmente una conquista”. ¿Qué habría pensado Bartolomé de las Casas de semejante dislate? El fraile dominico precisamente pasó gran parte de su vida denunciando los abusos en las Indias de sus compatriotas.El imperio sería una empresa multinacional en la que todos colaboraron. Hay aquí algo de verdad. No todos los soldados del Rey salían de la península ibérica. Pero no podemos olvidar que las decisiones se tomaban en Madrid y no en cualquier otro lugar. Por más que la monarquía disfrutara del apoyo de las elites locales en sus múltiples reinos, el hecho es que los españoles mandaban.[articles:345829]España, de creer a Kamen, tuvo “muy poco o ningún poder militar para defender sus posesiones americanas”. No se explica entonces cómo las mantuvo durante tres siglos, de forma que sus rivales solo consiguieron causar mínimos rasguños en un dominio básicamente sólido. En cuanto al poder naval, resulta que la potencia hispana sería prácticamente inexistente fuera del Mediterráneo. ¿Y los repetidos intentos de Felipe II por invadir Inglaterra? ¿Y la flota de Indias?Otros detalles nos resultan igualmente insólitos. ¿Carlos V no era español? Por la misma regla de tres, Juan Carlos I tampoco lo sería puesto que nació en Roma.Nos enteramos también, sin salir de nuestra estupefacción, de que los liberales, a principios del siglo XIX, “decidieron replantearse la empresa colonial y se declararon contrarios al imperialismo”. Lo cierto es que eran tan imperialistas como los demás. Su negativa a tratar a los americanos en pie de igualdad, reconociendo que un limeño podía ser tan español como un valenciano, fue lo que aceleró la desintegración de la América hispana.¿Debemos seguir con una enumeración tan penosa? Ya en otra ocasión, Kamen dijo que faltaba bibliografía española sobre la batalla de Trafalgar y Arturo Pérez-Reverte tuvo que enmendarle la plana en términos para avergonzar a cualquiera. El británico, como el rey Juan Carlos, parece últimamente empeñado en dilapidar su inmenso prestigio. Es una lástima. Una verdadera lástima.