Escribo estas líneas movido por un súbito ardor cultural, semejante al que debe de experimentar nuestro ministro de Cultura cada vez que hojea el reverso del prospecto de un medicamento, convencido de que está ante una novela de vanguardia. La cultura, en manos de ciertos gobernantes, es como un piano en un burdel: está ahí, adorna, pero nadie espera que se toque con decencia. El ministro ha vuelto a demostrar que la incultura es, en su caso, una vocación firme, una promesa de continuidad y un modo de estar en el mundo. Yo, que soy ingenuo por naturaleza y por hábito de lectura, creí durante años que un ministro de Cultura debía haber leído algo más que los recibos de la luz. Pero se ve que la progresía consiste en colocar al frente de la cultura a quien no podría distinguir un soneto de la información escrita en un bote de laca. Sánchez Mejías encarnó esa rara estirpe de españoles capaces de pisar la arena sin renunciar a la biblioteca. Un hombre moderno, casi renacentista, que entendía que la cultura no es un adorno sino un modo de estar en el mundo. Y quizá por eso su figura resulta hoy tan provocadora: porque vivimos tiempos en los que la estupidez –esa enfermedad endémica que describió Flaubert y diagnosticó mejor que nadie Machado– ha aprendido a disfrazarse de opinión, de derecho a decir cualquier cosa, de pequeña soberbia orgullosa de no saber. La muerte de Sánchez Mejías movilizó a toda la Generación del 27 porque se moría algo más que un torero; se moría un símbolo: el del español que se esforzaba por no ser simple, por luchar contra esa pereza intelectual que convierte un país en un lodazal de consignas, gestos vacíos y gritos de tertulia. Sánchez Mejías, aquel torero culto que hablaba de literatura mientras le ajustaban la taleguilla, se revolvería en su tumba al ver que ahora la cultura queda en manos de quien confunde a Machado con la máquina de cortar césped y a Góngora con un medicamento genérico. Y no por maldad –que sería hasta comprensible–, sino por esa estupidez satisfecha que Cela inmortalizó con su habitual finura. No pido que el ministro lea a los clásicos; me conformaría con que los abriese, aunque fuera por error, buscando las instrucciones del mando a distancia. Con ese pequeño milagro ya ganaríamos todos, incluso él, que a lo mejor descubre que la cultura, lejos de ser un engorro presupuestario, sirve para evitar hacer el ridículo con tanta constancia. Dionisio Martos Medina. Madrid