Mi columna de esta semana en Invertia se titula “¿Qué perdemos cuando dejamos de teclear?” (pdf), y trata sobre cómo el desplazamiento progresivo del teclado en favor de la voz, los gestos y la interacción natural con las máquinas, particularmente cuando hablamos del uso de aplicaciones de inteligencia artificial, está modificando no solo nuestra forma de usar la tecnología, sino también nuestra manera de pensar, estructurar ideas y comunicarnos. El teclado ha sido durante décadas la interfaz esencial entre el ser humano y el mundo digital. Escribir es mucho más que introducir texto: es ordenar pensamientos, reducir ambigüedades, construir un hilo mental. Pero la nueva ola de interfaces como la voz, la interacción multimodal o los modelos de lenguaje que interpretan y completan lo que decimos amenaza con desplazar ese proceso lento y deliberado por uno más fluido, conversacional y, en muchos sentidos, menos consciente. Lo que en principio puede parecer un avance en comodidad y naturalidad puede convertirse en una renuncia a algo mucho más profundo: el control sobre nuestro propio pensamiento. En el artículo cuento mi experiencia como usuario intensivo de modelos de lenguaje. Paso buena parte del día interactuando con ellos, pero siempre por escrito. Apenas uso el modo de voz, salvo para mis colaboraciones en Radio Nacional, donde el formato radiofónico obliga. Y no lo hago por costumbre o por resistencia al cambio, sino porque creo que formular por escrito mis preguntas o instrucciones me obliga a pensar mejor. Escribir me da el control, o me permite mantenerlo. Me posibilita reducir mucho mejor la ambigüedad, ofrecer más contexto (o no permitir que deduzca determinadas cosas como contexto), minimizar las alucinaciones y obtener respuestas más precisas. Hablar, en cambio, introduce interpretación, y la interpretación en una máquina siempre es un riesgo. Cada vez más personas hablan con sus asistentes de inteligencia artificial mientras conducen, pasean o hacen tareas cotidianas. Pero esa familiaridad tiene un precio: en primer lugar, porque convierte la conversación con una máquina en sustituto del diálogo humano. Si no tienes alguien con quien hablar, búscalo, pero no te lo inventes. En segundo lugar, porque antropomorfizar a la inteligencia artificial y tratarla como interlocutor emocional o cognitivo es psicológicamente peligroso. No solo refuerza la ilusión de comprensión, sino que, además, por pura convergencia, tiende a devolvernos casi siempre lo que queremos oír. Y en tercer lugar, porque conversar con una máquina es una forma de exposición total: dejamos rastros de todo lo que pensamos, sentimos o creemos, y esos datos alimentan los modelos que gestionan las grandes compañías tecnológicas. Hablar con la máquina es, sin necesariamente quererlo, abrirle de par en par la puerta a nuestra intimidad. El teclado, con su aparente frialdad mecánica, nos protege en cierta medida de eso. Es un filtro, un espacio de reflexión. Nos obliga a transformar la emoción en sintaxis, a pensar antes de enviar, a estructurar antes de expresar. El ritmo más pausado de las teclas tiene una función cognitiva que no deberíamos subestimar. Numerosos estudios neurológicos y educativos han demostrado que el acto de escribir, ya sea a mano o mediante el teclado, activa zonas del cerebro relacionadas con la memoria, la atención y la planificación. Escribir ayuda a estructurarse y a pensar. Hablar, por el contrario, tiende a ser espontáneo, emocional, menos estructurado. En un entorno donde la precisión importa, como la educación, la ciencia o la comunicación profesional, sustituir el teclado por la voz no es solo una cuestión de eficiencia, sino de pérdida cognitiva. Estamos ante un cambio que muchos ven inevitable. Apple, Google, OpenAI y otras empresas están impulsando interfaces que priorizan la voz, los gestos y el lenguaje natural. Quieren que la tecnología desaparezca detrás de la interacción, que no escribamos, sino que «conversemos» con nuestros dispositivos. Pero esa comodidad tiene un reverso: el paso de la mente lineal a la mente fragmentada, del pensamiento articulado al flujo continuo de respuestas que no dejamos de alimentar. En esa transición, el peligro no está solo en que dejemos de teclear, sino en que dejemos de pensar con la misma profundidad con la que antes escribíamos. En mi experiencia, escribir no es un obstáculo entre mi pensamiento y la máquina: es la condición que lo hace valioso. Lo que no escribo con cuidado no merece respuesta. Hablarle a una inteligencia artificial en medio del tráfico o mientras paseo al perro puede ser práctico, pero no es conversación ni mucho menos sustituye una charla con un amigo o con un psicólogo, es simplemente un desahogo banal y potencialmente peligroso. Es ruido mental. Y si algo necesita esta época, precisamente, es menos ruido y más claridad. El teclado no desaparecerá de un día para otro, pero su ocaso simbólico plantea una pregunta que vale la pena hacerse: ¿qué perdemos cuando dejamos de escribir? Porque lo que está en juego no es solo la interfaz, sino la forma en que damos forma al pensamiento. Si escribir era pensar con las manos, hablar con una máquina puede terminar siendo pensar en un espacio lleno de ecos. Y si no prestamos atención, esos ecos acabarán sustituyendo a las ideas.