El ascenso de la movilidad eléctrica en Latinoamérica, impulsado por marcas chinas en países como Perú, Chile o Brasil, no puede calificarse ya de fenómeno casual: más que eso, es el resultado de una estrategia inteligente por parte de China para proyectar su industria hacia los países en desarrollo, y al mismo tiempo, una lección muy incómoda para el mundo desarrollado. Mientras las ventas de vehículos eléctricos en la región alcanzan cifras récord, como el 10.6% en Chile o el 9.4% en Brasil, muchas naciones ricas siguen atascadas en un discurso estereotipado, infantil y absurdo sobre la supuesta «falta de infraestructura» o las «limitaciones de autonomía». La realidad, sin embargo, es muy distinta. Quienes se quejan de no poder cargar un coche eléctrico son, en su mayoría, los mismos que no han entendido todavía cómo se usa uno: el 95% de las cargas se hacen en casa, durante la noche, con electricidad barata y sin pérdida de tiempo, y si no tienes una plaza de garaje en la que instalar un cargador, en el ratito de tomar un café y una tostada un par de veces a la semana. El mito de las estaciones de carga como cuello de botella es una fantasía que la experiencia desmiente cada día. Y los problemas de autonomía solo existen para quienes no saben planificar un viaje, o pretenden convertir un trayecto excepcional en argumento estructural. Mientras los países ricos siguen repitiendo ese estúpido mantra, los países en desarrollo, supuestamente menos sofisticados, están adoptando los vehículos eléctricos con una mentalidad mucho más racional: analizan costes, uso real, mantenimiento y, sobre todo, ahorro, y descubren que la ecuación es favorable. En una región donde el coste del combustible pesa más en la economía doméstica y donde los desplazamientos son previsibles, la movilidad eléctrica no es un capricho tecnológico: es puro sentido económico. Paradójicamente, los ciudadanos de menores rentas están demostrando una comprensión más madura del análisis coste-beneficio que muchos consumidores de países ricos, aún atrapados en una narrativa completamente trasnochada y obsoleta. China ha sabido leer ese mapa con precisión. Tesla y los fabricantes tradicionales occidentales, con sus márgenes altos y sus estrategias premium, simplemente no pueden competir en precio ni en volumen en los mercados del Sur global. Las marcas chinas han entrado por donde el mercado estaba vacío: coches eléctricos más baratos, adaptados a realidades locales, con mantenimiento sencillo y creciente infraestructura de servicio. Este movimiento tiene consecuencias que van mucho más allá del mercado. El transporte por carretera es uno de los grandes multiplicadores de emisiones globales, especialmente en países en desarrollo, donde el parque automovilístico crece a toda velocidad. Electrificar ese crecimiento no sólo evita un desastre climático a largo plazo, sino que transforma la naturaleza misma del desarrollo: si los países del Sur saltan directamente al coche eléctrico, se ahorran décadas de dependencia petrolera y de contaminación urbana completamente evitable, que no termina en los pulmones de sus ciudadanos. En este escenario, la apuesta china por exportar electromovilidad asequible es tanto una jugada económica como una política ambiental global. Estudios del Banco Mundial y del CSIS destacan que la adopción de vehículos eléctricos en países de renta media puede reducir emisiones de transporte hasta en un 30% en apenas una década, incluso con infraestructuras limitadas, siempre que la electricidad proceda de fuentes razonablemente limpias. Y mientras esto sucede, los países ricos continúan en un bucle de autocomplacencia y desinformación: ciudadanos que se quejan de los puntos de carga, fabricantes que sobredimensionan costes, medios que amplifican la idea de que la transición es «difícil» o «cara». Pero lo más irónico es que, en este mismo momento, millones de ciudadanos de países emergentes están comprando coches eléctricos, cargándolos en sus casas y moviéndose sin problemas, mientras los «expertos» del Norte siguen lamentándose absurdamente por problemas que no existen. Este contraste deja en evidencia algo más profundo: una incapacidad cultural para entender la transición energética como un cambio de hábitos, no solo de tecnología. Los ciudadanos de muchos países ricos no fallan por falta de recursos, sino por exceso de prejuicios. Y mientras tanto, China no discute, actúa: construye fábricas, exporta baterías, instala cargadores, firma acuerdos bilaterales, y electrifica el planeta desde abajo hacia arriba. El resultado es una paradoja fascinante: el futuro eléctrico del mundo puede estar fraguándose en las calles de Lima, São Paulo o Santiago, no en California ni en Berlín. Los países que antes imitaban ahora experimentan, y los que antes lideraban ahora… se dedican a quejarse. Los ciudadanos del Sur global están demostrando una inteligencia práctica que los del Norte parecen haber olvidado: si algo funciona, se adopta, y si además ahorra, se usa. Si además contamina muchísimo menos y nos lleva a vivir mejor, se impone. Por eso, cuando dentro de unos años veamos que las ciudades de América Latina tienen un aire más respirable y un parque eléctrico más joven, barato y eficiente que muchas capitales europeas o estadounidenses, recordemos este momento. Será el día en que entendamos que la resistencia al cambio no era tecnológica, ni económica, ni energética: era pura y absurdamente psicológica. Y que mientras los países ricos discutían sobre enchufes y autonomías, China ya estaba electrificando el mundo.