En los últimos años se ha registrado de forma recurrente en España un aumento de la población en riesgo de pobreza paralela a un significativo crecimiento de las grandes fortunas; una coincidencia chocante que no es más que el reflejo de una realidad tozuda: la diferencia de rentas, lejos de reducirse como sería deseable, se incrementa, concentrando cada vez en menos manos la mayor parte de la riqueza del país (y, por supuesto, del mundo).La desigualdad económica y social no es una consecuencia natural del distinto mérito de cada persona, ni del empeño que pueda tener en su desarrollo personal o profesional. Los mayores tenedores de riqueza suelen coincidir con sagas familiares que perduran en su posición patrimonial y económica. Esa, al menos, es la conclusión a que llega Piketty analizando largas series temporales en las que se mantiene la persistencia de estos niveles de desigualdad. Entre otras razones, argumenta el economista francés, porque “la riqueza originada en el pasado se recapitaliza más rápido que el ritmo de crecimiento de la producción y los ingresos”. La desigualdad no es percibida de la misma manera por diferentes sectores sociales. En el mismo sentido, la adopción de medidas para corregirla presenta distintas perspectivas, lo que es razonablemente entendible desde la legítima posición de cada cual. Sin embargo, hay una serie de aspectos en que cualquier persona de buena fe debería coincidir. El más elemental es que el rango más acuciante de desigualdad es el riesgo de pobreza (cuando no la pobreza misma); un riesgo social inaceptable que afecta a los aspectos más básicos de la dignidad humana. En Andalucía tenemos los indicadores más preocupantes de pobreza en España. Según el Instituto Nacional de Estadística, en su encuesta sobre condiciones de vida de 2024, un 29,2 por ciento de la población andaluza está formalmente en riesgo de pobreza (frente a la nada desdeñable cifra del 19,7 de media nacional). Además, Andalucía, y, en concreto, Sevilla, cuentan con los barrios más pobres de Europa. Triste ranking que refleja una realidad compleja pero que no debería naturalizarse como una cuestión irresoluble. Aunque sabemos que la economía sumergida puede enjugar parte de la realidad – lo que no es sino un síntoma más de la precariedad económica –, son cifras y realidades personales insostenibles que exigen la urgente e inaplazable actuación.En los últimos años, distintos estudios insisten en estos datos, sin que las buenas cifras españolas de crecimiento de la economía y el empleo parezcan influir de forma significativa en la reducción de los indicadores de pobreza. ¿Hasta este punto es inequitativa la distribución del éxito económico en nuestro país?Pero volviendo al efecto sobre las personas, la pobreza es un drama porque supone la imposibilidad de desarrollo de las más elementales aspiraciones vitales, lo que es especialmente doloroso para la infancia y la juventud. Es también el síntoma más evidente del fracaso del sistema y de la sociedad, y se convierte en espacio abonado para que el descontento, cuando no la desesperación, de una cada vez más amplia capa social, sea potencialmente acaparada e instrumentalizada por movimientos antisistema. Curiosamente, estos movimientos parecen estar alentados, cuando no financiados, por las mismas oligarquías a quienes dicen enfrentarse. Es inevitable recordar el libro de Italo Calvino, “La nube de smog”.Uno de los riesgos a que aboca la pobreza es la proliferación de subsistemas de provisión de servicios al margen de la economía formal. Un eufemismo de lo que más cabalmente son sistemas puramente mafiosos. Así ocurre con la gestión subterránea de la vivienda (ocupada), que afecta precisamente a las zonas más desfavorecidas, o a la colocación en subempleos (si es que la actividad es lícita) donde se transgreden las condiciones de vida y trabajo más esenciales, creando entornos que sufren especialmente las personas más vulnerables. De nuevo, la paradoja surge de que, en no pocas ocasiones, los mismos que exigen la expulsión de inmigrantes, por ejemplo, son los que terminan requiriéndolos y empleándolos en condiciones de semiesclavitud en algunos casos.Sin duda, el deseo de igualdad real y efectiva puede presentar muchas aproximaciones. Las medidas correctoras pueden ser también discutibles. Pero deberían presentarse en el seno de un debate sereno y necesario que partiera de un diagnóstico que, cuando menos, considerara los aspectos anteriores, límites ineludibles que afectan a la dignidad personal. Piketty señala que los períodos donde se reduce la desigualdad coinciden con la preminencia de medidas de protección social que, en un acuerdo tácito entre la socialdemocracia y la democracia cristiana, se desarrollaron en Europa tras la IIGM.Reflejo de aquel acuerdo, la Constitución española refiere algunos aspectos dentro de la concepción social del estado que define. Por ejemplo, los impuestos deben ser progresivos y se reconocen como principios rectores, que vinculan a los poderes públicos, determinados derechos, como un sistema público de seguridad social con prestaciones dignas, la actualización de las pensiones o el derecho a la salud o a la vivienda; donde, por cierto, se está abriendo una brecha de desigualdad con consecuencias impredecibles para la propia convivencia. Y esto sin perjuicio del reconocimiento de otros derechos fundamentales como a la educación y, por supuesto, a la dignidad. Bueno es recordarlo.Pero este debate parece perdido. Incluso la socialdemocracia se ha enredado en sucesivos movimientos identitarios que han olvidado su esencia misma, la lucha por la igualdad efectiva de todos los ciudadanos y ciudadanas. La ruptura de todos los consensos (anteponiendo los intereses particulares) también imposibilita un abordaje sereno sobre la cuestión. Y las oligarquías económicas que realmente manejan el mundo, apoyadas por la inestimable colaboración de sus voceros, han aprovechado para cuestionar cualquier atisbo de conciencia social sobre la base de una libertad individual interesadamente mal entendida. Esta falta de conciencia social, que algunos denominarían falta de conciencia de clase, conlleva una aparente aceptación acrítica de la situación proporcional a la capacidad de influencia de las oligarquías en el ciudadano común.Piketty también recuerda que “la principal fuerza de convergencia es el proceso de difusión de los conocimientos y la inversión en la capacitación y la formación de habilidades”, aspectos cuya carencia profundiza en la desigualdad y, en lo que es peor, en la falta de conciencia de esta, precisamente por quienes más la sufren, siendo la ignorancia y la desinformación los instrumentos más útiles de los poderosos para romper cualquier dinámica positiva.El debate profundo que reclamamos debe reconocer que la desigualdad es un problema de primera magnitud y que su falta de abordaje sólo beneficia a contados agentes, cada vez más enriquecidos y poderosos, que parecen haber decidido que la carga impositiva no es de su incumbencia, y que debe recaer sobre una clase media y baja a la que también se quiere privar de su protección social. Quizá como afirma sin ambages León XIV en su primera Exhortación (Dilexi te), “la falta de equidad es la raíz de los males sociales” y, citando a Francisco (Evangelii gaudium), nos recuerda que “es preciso seguir denunciando la dictadura de una economía que mata y reconocer que mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Ese desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que se nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas”. Como concluye el Papa actual en su primer documento público, “siempre será mejor hacer algo que no hacer nada”. No es mal comienzo.