La reciente condena del Fiscal General del Estado no es un episodio más en el fragor de la confrontación política. Es un hecho grave, inédito y profundamente revelador del deterioro institucional que atraviesa España. El jefe y máximo representante del Ministerio Fiscal, cuya función principal es promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público, es decir, uno de los máximos garantes de la legalidad de nuestro país, se ve señalado por vulnerarla, por utilizarla a su antojo. Y digo yo, ¿Qué más da uno más, no? Pues no, no da. En España no se hablaba de determinadas qué instituciones, absolutamente apartadas del fango que genera la política, de las que se presumía un funcionamiento impecable, serio e independiente hasta que llegó Pedro Sánchez y España se convirtió presuntamente en su red clientelar. Presuntamente, porque seguramente no le conste.En España se empezó a cuestionar la composición de los Tribunales, el acceso a la carrera judicial y fiscal de los “sustitutos”, la figura del Fiscal General del Estado o los cambios en los sistemas de oposición que no benefician a nadie, si bien, siempre para mal. El problema real es que el ciudadano, que antes vivía tranquilo porque podía confiar en las instituciones de este país, un país que puede y debe presumir de ser un Estado Social y Democrático de Derecho, ahora habla de ellas en un corrillo de vecinos. El respeto de la soberanía popular también hay que ganárselo y las instituciones están sirviendo de sobremesa y no de garantía.El problema, con respecto al Fiscal General del Estado, no es únicamente la condena —de inhabilitación y multa—, sino la erosión progresiva que ha sufrido la figura durante los últimos años bajo un Gobierno empeñado en colonizar las instituciones. La proximidad político-partidista del Fiscal General, su nombramiento polémico y su forma de ejercer el cargo generaron desde el inicio dudas fundadas sobre su imparcialidad. Hoy, esas dudas son hechos probados; y sus fundamentos las bases de un nuevo fallo de nuestro Alto Tribunal.La Constitución establece con absoluta claridad: el Ministerio Fiscal debe actuar con “legalidad e imparcialidad” (art. 124 CE), así como garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE). La condena del Fiscal General por un delito de revelación de datos reservados, del art. 417. 1 del Código Penal, evidencia hasta qué punto la neutralidad institucional se ha visto ultrajada. Cuando se percibe que un Fiscal General actúa presuntamente como un brazo jurídico del Gobierno se rompe no sólo el principio de separación de poderes, sino también el principio básico de lealtad institucional.Desde Andalucía, donde los ciudadanos exigimos transparencia, rigor y estabilidad, asistimos estupefactos al nuevo golpe al sistema judicial de nuestro país. El Ministerio Fiscal no es una herramienta política ni debe percibirse así; es una institución ejemplar, capaz de actuar con independencia pese a que su jefe no le tenga ni el mínimo respeto.Lo que ha ocurrido abre una oportunidad —y también una obligación—: la de regenerar la Fiscalía desde el respeto a los principios básicos del Estado de Derecho. España necesita un Fiscal General independiente, profesional y ajeno a vínculos políticos. Necesitamos un sistema de nombramientos que prime el mérito, el servicio público y la trayectoria. Y, por encima de todo, necesitamos un Gobierno que comprenda que la separación de poderes no es un estorbo para su agenda, sino la garantía esencial que protege la libertad y los derechos de todos los ciudadanos.La condena al Fiscal General del Estado no debería celebrarse, pero sí debería hacernos reaccionar. Lo sucedido no es una victoria de nadie; es un recordatorio de que cuando se debilitan las instituciones, perdemos todos. Porque en democracia, la ley debe ser siempre el refugio del ciudadano y nunca el arma del poder.