El fascismo no se cura leyendo: mitos peligrosos de la alfabetización política

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El otro día, en estas mismas páginas, traía buenas noticias sobre los bulos y la posverdad. Partiendo del optimismo de la voluntad, esbozaba una hipótesis que nos decía: es por esto que la especie se permite el lujo evolutivo de comercializar ese coste de la selección cultural, la verdad, sin la cual cualquier supervivencia sería imposible. Es decir, solo cuando la verdad es evidente podemos traficar con su materia. Nunca la evidencia ha sido más evidente ni el conocimiento colectivo ha alcanzado un nivel tan complejo y elevado. El problema de las fake news es solo político, no ontológico, que sería lo verdaderamente grave.Vivimos en las mejores condiciones de la historia para acceder a la verdad. Nunca antes la humanidad dispuso de un entorno tan saturado de información verificable, herramientas de contraste tan potentes y dispositivos cognitivos capaces de ampliar nuestros sentidos hacia lo microscópico y lo cósmico. La ciencia funciona hoy como una auténtica ortopedia cognitiva, nos extiende el cuerpo y la mirada. Pero esa misma expansión del conocimiento ha traído consigo una creciente complejidad informacional, un ecosistema donde la verdad convive con la falsedad, en formas cada vez más sofisticadas y en volúmenes abrumadores.Cada vez es más evidente que la ciencia se ha convertido en una auténtica ortopedia cognitiva que nos permite ver aquello que nuestros sentidos ni ven ni detectan. Pero solo, si la contemplamos desde una  perspectiva evolutiva, como una ortopedia cognitiva, es decir, como una extensión de nuestro propio cuerpo social, comprendemos que la complejidad, ese interface entre el entorno biofísico y el metabolismo social, es una lente que, a la vez que nos limita, nos permite tener acceso a un horizonte cuasi infinito.Esa ampliación del horizonte epistémico ha facilitado, paradójicamente, que la mentira pueda convertirse en mercancía política sin amenazar directamente la supervivencia de la especie. La posverdad no emerge porque la sociedad se haya vuelto súbitamente irracional, sino porque la polarización política crea nichos de consumo para narrativas emocionalmente ventajosas. No es la posverdad la que explica la polarización, es la polarización la que explica la posverdad.[articles:345958]Aun así, reducir el fenómeno de las fake news a un simple problema de ignorancia ciudadana, la vieja idea de que “el fascismo se cura leyendo”, revela un idealismo ingenuo que pasa por alto las condiciones materiales y tecnopolíticas de la vida contemporánea. Como mostraron Allcott y Gentzkow en su estudio pionero sobre la campaña estadounidense de 2016, solo una minoría de ciudadanos consumió desinformación, y un grupo aún menor la difundió activamente. La mayor parte del tráfico de bulos se concentró en un reducido número de usuarios con dietas informativas extremadamente sesgadas, un patrón coherente con lo observado también por Vosoughi, Roy y Aral en su análisis sobre la propagación diferencial de verdad y mentira en redes sociales. La mayoría de la población no se dedica a compartir falsedades, ni las busca, ni las encuentra, ni las necesita.Esta evidencia obliga a cuestionar la cómoda dicotomía entre “votante informado” y “votante desinformado”. El comportamiento electoral no puede reducirse a la cantidad de datos que uno posee. Intervienen identidades colectivas, afectos, pertenencias, desigualdades materiales y estructuras institucionales que moldean las decisiones políticas, mucho más de lo que sugiere el ideal del ciudadano racional perfectamente informado.Por eso conviene abandonar la ilusión de que más datos o más educación política bastan para neutralizar la mentira. Nuestras instituciones democráticas, incluida la propia credibilidad científica, necesitan sistemas de control robustos, capaces de operar en entornos de incertidumbre permanente. Confiar ciegamente en una ciudadanía infinitamente formada es tan utópico como pensar que bastan unos cuantos verificadores para desactivar la maquinaria de la manipulación. Ese optimismo ilustrado, sea en su versión anarco-liberal o en su versión tecnocrática, reproduce los mismos riesgos que dice combatir. En paralelo, el debate tecnológico abre posibilidades inesperadas. Investigadores como Stuart Russell o Melanie Mitchell han planteado la necesidad de modelos de inteligencia artificial orientados al razonamiento transparente y no a la acción estratégica. Algunos proponen incluso el desarrollo de una “IA científica”, una inteligencia artificial dedicada a comprender el mundo y no a intervenir en él, que trabaje con hipótesis, incertidumbres explícitas y trazabilidad epistémica. Lejos de los sistemas actuales, que ya muestran destrezas emergentes en persuasión o engaño, esta IA funcionaría como un contrapeso epistemológico, un instrumento para proteger el espacio democrático frente a la manipulación informativa y las estrategias de desestabilización.Y esa protección es urgente. La mercantilización de la verdad es hoy uno de los riesgos políticos más graves. La oligarquía informacional contemporánea, plataformas, consultoras, conglomerados mediáticos y actores con capacidad de financiar campañas polarizantes, utiliza los bulos no tanto para convencer, sino para agitar, confundir y exacerbar los antagonismos sociales que ella misma alimenta. Como han mostrado múltiples estudios en ciencia política comparada, los bulos no destruyen la democracia por sí solos, se vuelven eficaces cuando las condiciones materiales, afectivas e institucionales que la sostienen ya han sido debilitadas.Por eso, ni la alfabetización informacional ni la buena voluntad pedagógica bastan. La defensa de la democracia pasa por reforzar las arquitecturas que la hacen posible: regulaciones, contrapesos, dispositivos de supervisión y tecnologías capaces de estabilizar un ecosistema saturado de incertidumbre. La representación electoral, la deliberación ciudadana o los sorteos cívicos son herramientas valiosas, pero insuficientes si no se acompañan de mecanismos institucionales que impidan que la mentira, convertida en un negocio rentable, corroa los cimientos del orden democrático.