La amenaza de una experiencia kafkiana acudió a mi mente cuando el correo argentino me comunicó por carta que no podían entregarme el premio Cavia, enviado por barco desde España, porque la aduana sospechaba lo peor: que yo estaba traficando con una obra de arte de ocho kilos. Con el corazón en un puño saqué turno y me presenté en las oficinas públicas, que quedan en un lugar marginal del puerto de Buenos Aires, y por suerte el atildado funcionario que me atendió no sólo comprendió de inmediato la verdad, sino que se puso de pie y me estrechó calurosamente la mano cuando vio que los Reyes en persona me lo estaban entregando en una foto de portada del diario ABC: «Qué gran honor, lo felicito, y disculpe las molestias». Salí aliviado pero muy cargado, y busqué un taxi en aquel barrio poco recomendable, y encontré uno sucio, abollado y sin patentes, conducido por un anciano mal entrazado y con barba de varios días. Imaginé que podría derivarme a una calle lateral y robarme a filo de navaja, y que podría volver a perder el Cavia y también el pellejo, pero de pronto el sujeto encendió la radio, escuchó un áspero comentario político acerca de los resultados comiciales de la víspera y de la verdadera paliza electoral que le habían propinado al partido de poder, y soltó sin preámbulos: « A Milei le dieron su merecido , señor. Mi familia entera lo votó hace dos años, pero ahora no llegamos a fin de mes, y el domingo nos quedamos todos en casa, no fuimos ni a votar«. Descerrajó luego una maldición, con vocablos del lunfardo, y siguió despotricando contra el 'león libertario'. Aquel paisano era, sociológicamente hablando, la representación perfecta de los dos millones de personas que no votaron al kirchnerismo en el conurbano bonaerense, pero que tampoco mantuvieron su apoyo al 'showman' de la motosierra –se abstuvieron– al constatar que los dientes afilados de esa peligrosa herramienta no se habían concentrado en los privilegiados de la 'casta', sino en los pobres de la clases bajas y de las clases medias más desfavorecidas, los jubilados, los médicos, los científicos, los maestros, los albañiles, las trabajadoras domésticas y, por lo visto, también los taxistas de menores recursos de la creciente economía en negro. Así como difícilmente un 'youtuber' aficionado al boxeo pueda aguantarle varios 'rounds' a un luchador profesional, resulta complicado para un mero 'influencer' de los medios y las redes sociales transformarse en un estadista en serio. Con el respaldo de un equipo económico especializado sólo en finanzas, Javier Milei consiguió el primer año aplicar un drástico plan de austeridad y bajar la inflación, pero eso lo logró merced a un estancamiento general, a enfriar el consumo y a la postergación de pagos a las provincias; liquidando a su vez la obra pública de infraestructura y abriendo desaprensivamente, de la noche a la mañana, la importación de productos extranjeros, algo que habría hecho empalidecer al propio Donald Trump. El resultado de todas estas medidas 'anarcocapitalistas' conducidas por alguien que se jacta de ser «el topo que viene a destruir al Estado» (sic), no se dejó esperar: para el 70 por ciento de los argentinos hoy el salario alcanza sólo para llegar al día 20 de cada mes; muchas pymes y comercios quebraron o cerraron sus puertas, creció el número de desempleados y comenzó a amasarse un clima general de desaliento. A ese polvorín el oficialismo le acercó una cerilla, y fue cuando surgieron ciertas sospechas de que algunos miembros del entorno presidencial –entre los que no sería ajena su propia hermana– habrían creado un presunto sistema corrupto de recaudación para su flamante partido político. Al soborno aquí se le dice coima, y el hit 'Karina es alta coimera' –cantado por una folklorista con la música de 'Guajira guantanamera'– se desparramó por todas las redes sociales en vísperas del sufragio. La bala entró. Muchos de quienes estaban sufriendo, apretando los dientes y creyéndoles a quienes venían a decapitar los negociados de la 'casta' y a purificar la cosa pública, de pronto se sintieron estafados. Pero no sólo hay un problema con el modelo Milei, sino también con sus modales. El León decía obedecer un mandato popular –un líder antipolítica que impugna a todos–, pero a eso le agregó un temperamento desmesuradamente agresivo –piensa que es un genio, y procesa las críticas como humillaciones personales–, y montó en consecuencia una fábrica incesante de enemigos: vapuleó no sólo a los kirchneristas, sino incluso a otros liberales y conservadores de distinto pelaje que le tendían la mano. La Nueva Derecha es así: detesta más a los próximos que a los más nítidos antagonistas, que sirven como espejo invertido y espantajo, y ayudan a la cohesión interna. Un gobernador que le puso el hombro y recibió a cambio una serie de ataques y desprecios dijo sin mucha elegancia al otro día de la elección: no son leones, son «palomas de iglesia: cagan a los fieles». A eso agreguemos la idea de que Milei ha hostigado a prácticamente todos los economistas ortodoxos que le señalaban inconsistencias y que puso en práctica su simpático lema: «No odiamos lo suficiente a los periodistas». El odio es rentable en campaña, pero traba la gobernabilidad: puede volverte odioso, incluso para los que te respaldan en las medidas de fondo y que ahora sienten algo de vergüenza ajena. Es que el mileísmo no demostró nada de empatía con la agencia de discapacitados –cortó subsidios sin piedad–, con las universidades públicas –gran esperanza de ascenso social de los pobres– ni con los médicos del hospital Garrahan, ejemplar establecimiento pediátrico. Los muchachos de Milei demostraron tener menos cintura que un elefante y menos compasión que una piraña amazónica. El Topo que viene a destruir el Estado prometió que metería, con su triunfo electoral, el último clavo en el ataúd de los Kirchner, pero no hizo más que revivirlos. Allí radica, en verdad, el único insumo que podría permitirle recuperarse durante las elecciones nacionales del próximo 26 de octubre. «No somos buenos, es que los demás son peores», explicaba Perón. Tal vez una parte del electorado se tape la nariz y vote a Milei sólo para frenar la resurrección de aquel cadáver político insepulto. Le pregunto al taxista qué hará en esa otra votación inminente. Ya llegamos a mi casa y estoy a punto de apearme en la acera con la preciosa caja del Cavia. El paisano no desea el retorno del peronismo, pero duda como quien debe optar obligadamente entre Drácula y el Hombre Lobo. No sé, me dice bamboleando su cabeza y rascándose la barba: «No sé, señor –remata con sinceridad–. Estoy muy enojado».