La Vuelta y el suicidio de la diplomacia deportiva

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Cuando un niño aborrece una comida, sus padres suelen distraerlo con un juguete para que la engulla. Cuando un Gobierno asediado por la corrupción necesita que su población trague con la misma, puede recurrir a la misma técnica . Cuanto más visceral sea el juguete, tanto mayor será su poder de distracción de niños y democracias. En ambos casos, el objeto empleado importa muy poco a padres y gobernantes, y una vez cumplida su función volverá a guardarse en el armario o en el silencio gubernamental, como el Sahara. La diferencia es que, en el primer caso, el beneficiario es el niño, mientras que en el segundo es el Gobierno. Y el problema surge cuando el plato es tan repugnante que, para crear la distracción necesaria, el padre decida incendiar la cocina. La atención mediática reciente se ha centrado en las protestas propalestinas, cada vez más violentas, contra la Vuelta a España. Estas culminaron con el sabotaje y la cancelación de la última etapa en Madrid, en medio del lanzamiento de vallas y chinchetas a los corredores, dejando 22 policías heridos. El ganador, Jonas Vingegaard, recibió su trofeo en un podio improvisado con cajas en un 'parking'. Mientras la Policía denunciaba la permisividad gubernamental y Sánchez felicitaba a los manifestantes expresándoles su «profunda admiración», las bochornosas imágenes daban la vuelta al mundo y la Unión Ciclista Internacional emitía un duro comunicado contra el presidente por amparar estas agresiones. Ante esto, los manifestantes corearon triunfalistas: «¡Hemos ganado!». Cabría preguntarse quién ha ganado realmente. No los palestinos: horas después del sabotaje, Israel iniciaba la operación Carros de Gedeón y sus tanques irrumpían en la ciudad de Gaza. Tampoco ganó España, que resulta la mayor perjudicada en este suicidio reputacional al dañar su mejor baza a nivel internacional: la diplomacia deportiva. Esta es una rama de la diplomacia pública que consiste en proyectar una imagen positiva, formar alianzas e influir globalmente mediante el deporte, una práctica que se remonta a las treguas olímpicas de la Antigua Grecia. Nuestro país es (o era) una superpotencia en diplomacia deportiva. Hasta en los lugares más recónditos del planeta conocen al Real Madrid, al Barcelona y a un buen número de deportistas patrios. Esto abría a los españoles amistades, hogares, negocios y proyectos, siendo una poderosísima herramienta comunicativa envidiada por países mucho más poderosos en fuerza militar o económica. Según el último informe del Polish Institute for Sports Diplomacy, España ocupa la sexta posición en diplomacia deportiva, muy cerca de un gigante como China, con treinta veces más población, y adelantando a potencias como Alemania, Japón o India. El informe desglosa este éxito en varios criterios y los datos son reveladores. En 'Uso de la diplomacia deportiva por el Gobierno', España ni siquiera aparece, reflejando el abandono gubernamental de su mejor baza diplomática, pero esto es salvado por el resto. En 'Organización de torneos internacionales', España alcanza la sexta posición (veremos ahora). En 'Rendimiento individual de atletas y equipos', se escala hasta el cuarto puesto, superando a potencias como China y Francia, y en 'Reconocimiento global de atletas, equipos y torneos', España alcanza una espectacular tercera posición, sólo superada por EEUU y Reino Unido. Es decir, las mejores dimensiones de la diplomacia española son, precisamente, aquellas que están sufriendo un sabotaje gubernamental. Que el Gobierno de un país arruine las celebraciones que él mismo organiza es algo insólito en la historia de los suicidios nacionales. Ni siquiera Qatar, que durante años acogió a la cúpula de Hamás hasta su ataque israelí, se planteó sabotear su propia Copa Mundial de Fútbol en 2022, donde el equipo israelí jugó sin percances. Tampoco China, que considera la independencia de Taiwán un 'casus belli' y se reserva la opción nuclear, puso problema alguno a la participación de 80 atletas taiwaneses en los Juegos Olímpicos de 2008. Todos los países son conscientes de que en estos eventos está en juego la reputación de la nación. Todos, parece, menos España. Entonces, ¿quién salió ganando? Ni los palestinos ni los españoles, sino únicamente un Gobierno asediado por su corrupción y que ha decidido dinamitar la mejor baza diplomática de España, forjada durante generaciones, para sobrevivir un día más a su propio descrédito.