De la ventaja estratégica al tiro en el pie

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Donald Trump ha decidido convertir la inmigración legal en un negocio, y el talento en mercancía tasada. Su anuncio de un pago de 100,000 dólares ligado a las visas H-1B, acompañado por una «gold visa» de un millón de dólares y, «próximamente», una «platinum visa» de cinco millones con ventajas fiscales, no es un desliz retórico: es una política deliberada que encarece el acceso al capital humano más escaso del mundo y lo sustituye por un acceso acelerado al dinero a corto plazo. La Casa Blanca lo presentó como un endurecimiento «para traer solo a los mejores», mientras su propio secretario de Comercio presumía que, si una empresa no paga cada año, que «contrate a un americano». Es difícil encontrar una manera más clara de describir un impuesto al talento y una invitación al arbitraje para los muy ricos. Para hacerlo aún peor, la implementación fue caótica: primero sonó como un gravamen anual; horas después, la Casa Blanca aclaró que sería un pago único y sólo para nuevas peticiones, no para los ya titulares. En el intermedio, compañías de tecnología recomendaron a sus empleados evitar viajes y quedarse en Estados Unidos. La propia prensa tuvo que publicar guías «para entender el embrollo» de un decreto que, además, nacerá rodeado de demandas por invadir competencias del Congreso. Las políticas públicas diseñadas a golpe de tribuna y rectificadas en comunicados sucesivos son, por definición, malas políticas públicas. Me parece interesante considerar qué es lo que se está dañando: el programa H-1B ha sido una de las fuentes más potentes de ventaja estratégica de Estados Unidos desde los noventa. La evidencia empírica es abrumadora: cuando aumentan las admisiones H-1B, crece el empleo en ciencia e ingeniería y suben las patentes en empresas y el empleo en ciudades dependientes de ese talento. Cuando sube la proporción de trabajadores STEM extranjeros, suben la productividad y los salarios locales en el largo plazo. Es decir, el H-1B no «sustituye» talento; lo multiplica. Ese efecto se ve en los resultados: más de la mitad de los unicornios estadounidenses tienen fundadores inmigrantes, y en IA, sin duda el vector competitivo clave de esta década, cerca del 60% de las startups líderes nacieron de fundadores que llegaron de fuera. Esta es la esencia del «imán» americano: atraer personas, no comprar cheques. Convertir ese imán en una tasa disuasoria es, sencillamente, sabotear el motor nacional de innovación. Ese efecto también es visible en la demanda: el cupo anual H-1B, de 85.000 plazas, se agota sistemáticamente en una lotería que selecciona entre cientos de miles de registros. El grueso de quienes la obtienen proviene de India y China, y la industria tecnológica, con Amazon a la cabeza en 2024, es la principal usuaria. No hablamos de un privilegio de Silicon Valley: universidades, sanidad, manufactura avanzada o finanzas también dependen de esa vía para cubrir puestos que el mercado doméstico no abastece. Penalizarla es, por tanto, un impuesto transversal a la competitividad. ¿Cuál será el efecto de un peaje de 100,000 dólares (sea anual, como se anunció, o único, como se matizó luego)? Primero, expulsará seguramente del juego a muchas startups y PYMEs, que no pueden absorber ese coste sin matar su runway. Segundo, acelerará la deriva del talento hacia países competidores que llevan años afinando programas de atracción. Canadá procesa permisos para perfiles tecnológicos en dos semanas y, cuando abrió un permiso específico para titulares H-1B en 2023, agotó 10,000 plazas en dos días. El Reino Unido mantiene un canal «Global Talent» para líderes digitales, y Emiratos ofrece residencias de diez años a profesionales cualificados. Esa es la realidad del mercado global de cerebros: si subes una barrera artificial, el flujo no se detiene, simplemente se desvía hacia otro sitio. Tercero, la inseguridad jurídica. No es evidente que el Ejecutivo pueda imponer por decreto un arancel de seis cifras a un visado cuya estructura de tasas fija el legislador. Los propios analistas señalan que el texto nacerá con alta probabilidad de cautelares y litigios, añadiendo incertidumbre donde se necesita previsibilidad. Si el objetivo declarado es el «onshoring» de capacidades críticas, sembrar dudas regulatorias y hacer más caro contratar a especialistas es el camino más corto hacia el offshoring. Ya pasó en 2020: el gobierno restringe, y la reapuesta de las empresas es mover sus equipos fuera. Pero la guinda ya es el invento de la «gold card» y la «platinum card»: varios países europeos han hecho el camino contrario tras años de escándalos: el Reino Unido cerró su «golden visa» por riesgos de blanqueo y seguridad, y Malta ha visto su «pasaporte dorado» tumbado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. La lección es simple: cuando vendes residencia o ciudadanía, atraes capital opaco y comportamientos de riesgo. Trump resucita ese error… y lo combina con castigar el talento productivo. Es difícil diseñar una mezcla más tóxica. Al final, lo relevante no es si el impuesto es anual o único, ni cómo bauticen a las tarjetas para super-millonarios. Lo relevante es el mensaje y sus efectos: Estados Unidos, que dominó el siglo atrayendo a quienes querían cambiar el mundo, está diciendo que prefiere ingresar dinero rápido con tasas frente a atraer cerebros. Ese «impuesto al talento» no protege a nadie, empobrece a todos. Silicon Valley, y el resto del país, no se construyó cerrando puertas, sino abriéndolas. Cobrar por abrirlas y subastarlas al mejor postor es la manera más rápida de perder lo poco que les va quedando de ventaja.