Este obituario me parece sacado de un libro desde antes de empezarlo, es decir, mentira. O tal vez de esas verdades que duelen menos porque con ellas puede jugarse como en ese callejón del gato que manejan todas las ficciones, siempre tan especulares como las que imaginó Borges, aquel genio de la literatura que afirmó estar más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito. Pero resulta que lo están afirmando seriamente quienes lo han querido tanto y debe de ser verdad, al menos a este lado de la realidad, siempre más chato y empobrecido.Ha muerto a los 62 años Antonio Rivero Taravillo, un extraño caso de escritor total que, pese a su espíritu y su pinta tan anglosajones –como le pasaba a Borges-, vivió y trabajó en Sevilla la mayor parte de su vida, tan prolífica. Su casa, en pleno centro, daba envidia sana con todo tan ordenado, con esas estanterías tan infinitas de libros y con ese silencio que desprendían las fotos que él mismo publicaba en sus redes sociales, solo interrumpido por algún gato igual de lector que él. Nació en Melilla, pero no tardó en llegar a Sevilla. Corría el año 1964, cuando Franco acudió a la capital andaluza para la Coronación de la Macarena. El niño Antonio ya apuntaba modos cernudianos, y cuando estudió Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla no se privó de tertulias poéticas y filosóficas, ni de arrojarse con valentía a dirigir revistas, como la llamada Claros del Bosque.Luego se fue a Edimburgo, becado, y publicó allí traducciones de poetas escoceses que aquí nadie conocía. Se apasionó igualmente con el irlandés y el galés y el año en que cayó el Muro de Berlín, mientras aquí se anunciaba la Expo, abrió una librería inglesa en Sevilla. Con el arranque del siglo XXI, fue Rivero Taravillo el primer director de La Casa del Libro, que en plena calle Velázquez trató de convertir él en Hodges Figgis, aquella gran librería dublinesa que existía a partes iguales en la realidad y en el Ulises de Joyce, una obra tan explotada por él, por otra parte, en obras suyas como Cien años y un día. Ulises y el Bloomsday o incluso otra más reciente titulada oportunamente 1922 (Pre-Textos), donde juega con otras figuras claves de ese año bien conocidas por él como T.S. Eliot o Ezra Pound. En 2005 se hizo con el Premio Andaluz a la Traducción Literaria y con el Premio Archivo Hispalense. Al año siguiente, empezó a dirigir aquella revista inolvidable de la Fundación Lara, Mercurio. Panorama de Libros, y fue a partir de entonces cuando su firma fue más que habitual en las páginas de todos los periódicos y revistas literarias, que se han preciado de tenerlo como columnista habitual.Incluso determinadas televisiones lo tenían como un valor seguro para cuestiones culturales porque Antonio no solo sabía de todo sino que sabía expresarlo. También desde entonces inició un período tan productivo, que costaba entender de dónde sacaba el tiempo. Lo mismo dirigía un taller de poesía que un máster de creación literaria; lo mismo lo fichaban para dirigir una revista que para que diera un ciclo de conferencias sobre el número creciente de autores en los que se había convertido en un auténtico experto, desde Cernuda a Yeats pasando por Keats o ese humanista contemporáneo y barcelonés que fue Juan Eduardo Cirlot. Un todoterrenoHace solo un mes, en plena canícula de agosto, él seguía con disciplina su tratamiento y estaba, como siempre, esperanzado en vencer al cáncer porque los médicos le habían vuelto a insistir en que mejoraba. A todos nos daba una alegría inmensa ver sus autorretratos recién salido del hospital y cargando sus propias tintas en cualquier restaurante de la ciudad, con Teresa Merino, su compañera. De entre su obra poética, destacan títulos de hace veinte años como El árbol de la vida, aunque la mayoría son mucho más recientes, de esta última época en que su producción en todos los géneros se había intensificado tanto, como La lluvia, el bosque sin regreso, Más tarde, Los hilos rotos, Suite irlandesa o Luna sin rostro. Su obra está jalonada asimismo por libros de aforismos, como Especulaciones ciegas o La orfandad de Orfeo. Entre sus novelas, destacan títulos como Los huesos olvidados, Los fantasmas de Yeats o El Ausente: la novela de José Antonio Primo de Rivera. El próximo lunes precisamente iba a publicarse su última biografía, y se publicará –de la mano de Renacimiento-, dedicada a Álvaro Cunqueiro, aunque él no la verá y un servidor la pida como regalo de cumpleaños. La mayoría de sus ensayos versaron sobre un compatriota que él veneró y a cuyo rescate, incluso al hecho de que lo entronizaran en las pruebas de Lengua y Literatura en la Selectividad, contribuyó tanto: Luis Cernuda. Pero en lo que más ha trabajado en estas últimas décadas Antonio ha sido en las traducciones de poetas y escritores de todas las épocas, como Flann O’Brien, Alfred Tennyson, John Keats, Robert Graves, John Donne, John Milton, Jonathan Swift, Edgar Allan Poe, Lewis Carrol, Herman Melville, Walt Whitman o William Shakespeare, entre otros muchos. Jamás se amilanó frente a la enfermedad, sino que la combatió con optimismo informando con una naturalidad inusitada a través de las redes sociales con sus miles de seguidores. El último de esos poemas que le salían como a borbotones lo publicó en redes el pasado día 2, y se titulaba, como una premonición, “Estos pinchazos”: “Finas, agudas, obstinadas, / parecen inyecciones, y son báculos, / para seguir andando este camino. / Son los pasos que damos por el dolor y el día, / nosotros que venimos de la noche / y, más allá de ella / -un recuerdo lejano y ya olvidado-, / la salud”. El mundo literario y editorial llora esta tarde por su marcha, precisamente en las vísperas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, cuya 48ª edición iba a pregonar Rivero Taravillo el viernes que viene, en su inauguración. Ahora moverá los hilos de todo desde ese paraíso borgiano que debe parecerse tanto a una biblioteca. Allí descansa en paz.