Beijing, que significa “Capital del Norte”, no es solo una ciudad en China. Para muchas personas, también es un símbolo. Allí, en 1995, se celebró la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, y de ella nació la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing: un documento que, aún hoy, sigue marcando un antes y un después en la lucha por la igualdad de género. Fue la primera vez que, de forma contundente, se señaló algo que todavía cuesta asumir: que la igualdad no puede construirse sin los hombres.Durante mucho tiempo —demasiado— se ha creído que la igualdad era “cosa de mujeres”. Que eran ellas quienes debían movilizarse, cuestionar, pedir, luchar. Mientras tanto, los hombres observábamos desde la distancia, cómodos o desorientados, sin sentirnos parte del problema… ni tampoco de la solución. Pero Beijing nos puso frente al espejo: la transformación social que necesitamos no será posible si los hombres seguimos ausentes o a la defensiva.Hoy, como hombre, me lo pregunto en voz alta: ¿qué papel quiero tener en todo esto? ¿Qué tipo de masculinidad quiero vivir y dejar en el mundo?Porque lo cierto es que la igualdad no nos resta, nos transforma. No se trata de perder poder, sino de dejar de cargar con roles que nos aíslan, nos endurecen y nos impiden expresar emociones, pedir ayuda o cuidar sin sentirnos juzgados. La igualdad no nos hace menos hombres, nos hace más libres. Es una oportunidad de vivir relaciones más sanas, de estar más presentes en nuestras familias, de liberarnos de la necesidad constante de demostrar algo.En este camino ha surgido el concepto de nuevas masculinidades, o como algunos prefieren llamarlo, masculinidad positiva. Una forma de ser hombre que no necesita imponerse, que se permite sentir, que cuida, que construye desde la empatía. Lejos del modelo tóxico que asocia la masculinidad con la fuerza, el dominio o la frialdad, esta visión nos ofrece un horizonte mucho más humano. Y, sobre todo, mucho más justo.En estos casi treinta años desde aquella cumbre en Beijing, se han logrado avances importantes. La ampliación del permiso de paternidad es uno de ellos, al igual que la aparición de más espacios para hablar del rol de los hombres en la sociedad. Poco a poco, se empieza a entender que la corresponsabilidad en el hogar no es “ayudar”, sino hacerse cargo en igualdad. Que cuidar no es una tarea femenina, sino un acto humano.Pero no podemos engañarnos: los retos siguen ahí. La presión social sobre cómo “debe” ser un hombre sigue pesando como una losa. Muchos hombres se sienten atrapados en un modelo que no eligieron, pero que tampoco saben cómo cuestionar. Y a esto se suma la reacción de ciertos sectores que han elegido el camino del negacionismo y el victimismo. Internet y las redes sociales han amplificado estos discursos: jóvenes que, en busca de respuestas, acaban cayendo en comunidades que les prometen recuperar un “poder” que en realidad nunca debieron tener a costa de otras personas.Por eso, el papel de los medios y las redes es clave. No podemos permitir que la conversación se polarice hasta convertirnos en enemigos. Criminalizar al hombre como figura genérica no ayuda; solo alimenta el rechazo. Necesitamos discursos que abran puertas, que inviten a pensar, que hagan sentir que sí, es posible ser parte del cambio sin dejar de ser uno mismo.Y aquí, las políticas públicas también tienen una responsabilidad enorme. No basta con trabajar la igualdad con las niñas y las mujeres —aunque sea urgente y necesario—; también hay que mirar a los niños, a los adolescentes, a los hombres adultos. Hay que apostar por la educación emocional, por la salud mental, por la paternidad presente, por modelos de masculinidad que no nos limiten. Porque si no se ofrece un camino diferente, el viejo camino —aunque duela— seguirá siendo el único conocido.A muchos hombres les cuesta dar este paso. Lo sé, lo veo, lo escucho. Algunos sienten miedo, otros rechazos. Pero si algo tengo claro es esto: la igualdad no va contra nosotros los hombres. Va contra un modelo que nos ha hecho creer que solo valemos si dominamos, si callamos, si resistimos sin rompernos. Y eso no es vida. Vivir desde el miedo a parecer débil, desde la represión emocional, desde la soledad... no es vivir plenamente.Por eso creo que es hora de hablar. De mirarnos. De hacer preguntas incómodas. De darnos el permiso de cambiar. Y, sobre todo, de caminar juntos: si no hacia un modelo de sociedad más libre, más justa, más humana.Beijing fue un punto de partida. Treinta años después, todavía tenemos mucho que andar. Pero lo importante es que el camino existe… y que ya no podemos seguir caminándolo solos.