Tras el asesinato del polemista conservador Charlie Kirk , muchas empresas y universidades de Estados Unidos despidieron a empleados que hicieron pública su satisfacción por ese crimen. En muchos casos se trataba de una auténtica exaltación del delito que inducía a seguir cometiendo asesinatos contra activistas republicanos. Kirk era presentado como un objetivo legítimo de la violencia de grupos de izquierda en una peligrosa y temeraria invitación a la confrontación civil. Ahora bien, una cosa es que una empresa despida a uno de sus trabajadores por jalear un asesinato y otra muy distinta que la muerte de Kirk se convierta en la excusa para que la derecha republicana estadounidense desate una campaña de acoso e intimidación contras los medios críticos a Trump. Este es el escenario en el que la cadena ABC decidió suspender el programa del presentador Jimmy Kimmel, tras un monólogo crítico con Trump y su movimiento MAGA -Make America Great Again- a cuenta del asesinato de Kirk. Después de veladas amenazas sobre su licencia televisiva para operar, la cadena canceló el programa de Kimmel. Y no ha parado ahí Trump, porque a continuación hizo pública su intención de retirar licencias a otras emisoras. El presidente republicano ha llevado, sin éxito, su pugna con los medios a los tribunales, que acaban de rechazar de plano su demanda contra el 'New York Times', al que exigía una disparatada indemnización de 15.000 millones de dólares. El despido de Kimmel ha sido el detonante de unas reacciones contradictorias con lo que venía sucediendo en EE.UU. Los republicanos llevaban años lamentando que la 'cultura de la cancelación' impuesta por la izquierda en los medios, las universidades y las empresas era incompatible con la libertade de expresión, protegida por la Constitución y el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Por su parte, los sectores progresistas alineados con el Partido Demócrata contemporizaban e animaban la purga de quienes, a su juicio, eran reaccionarios carentes de derechos civiles. Ahora los papeles de unos y otros han cambiado: los republicanos, olvidando su esencia ideológica, adoptan las maneras de los inquisidores progresistas y estos claman contra la censura que consintieron durante el mandato de Biden. Teóricamente, Trump no ganó las elecciones para esto, sino para garantizar las libertades que los demócratas estaban restringiendo. Su veta intervencionista y su pulsión censora lo aproximan a sus antiguos adversarios. Su actitud se parece mucho a la de quienes, como Pedro Sánchez, descalifican en España a los medios de comunicación como «máquinas de fango» o «seudomedios». Tampoco faltan manipulaciones con la publicidad institucional para premiar o castigar líneas editoriales. Esas contradicciones emplazan a los seguidores españoles de Trump a definirse sobre el modelo de libertad de expresión que quieren para nuestra nación. El Tribunal Supremo acaba de inadmitir una querella del PSOE contra Santiago Abascal por la entrevista en la que el líder de Vox vaticinó que el pueblo español querrá ver a Sánchez «colgado por los pies». La decisión judicial ampara la libertad de expresión de los dirigentes políticos en un debate público, en línea con la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Surge la duda de si Abascal protegería desde el poder la misma generosa libertad de expresión en la que se refugia estando en la oposición, o si evolucionará como su referente republicano, Donald Trump, hacia el abuso del poder para coartar a los medios. Es un debate trascendental para el sistema de libertades democráticas, en el que los medios de comunicación son la base de la opinión pública, el mejor contrapeso del poder.