El invierno de la IA: la crisis que nadie quiso ver venir

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Diciembre de 2025 huele distinto. No es solo el frío: es la sensación de caminar entre las brasas de una hoguera que alguien encendió demasiado rápido y demasiado cerca de todos. Llevo años cubriendo tecnología y he visto más burbujas de las que me gustaría admitir, pero ninguna tan descarada, tan ruidosa y tan cara como la que se ha construido alrededor de la inteligencia artificial. Lo que empezó como una promesa de cambio se ha convertido en un carnaval de expectativas rotas y facturas imposibles de pagar.Hace dos años, en pleno 2023, el sector se comportaba como si hubiese encontrado su nuevo Internet. Bastaba con pronunciar “IA generativa” para que cualquier inversor se pusiera de pie. Hoy el ambiente es otro: la industria sigue gritando "IA" en cada titular, pero entre bastidores lo que domina es el silencio incómodo de quien sabe que las cuentas no salen.El síntoma más evidente es que nada encaja. Los costes se disparan, los modelos se estancan, las empresas prometen funciones que nunca llegan y los usuarios empiezan a notar que la magia tiene fugas por todas partes. Nadie lo admite en público, pero el sector sabe que la fiesta terminó: se gastó demasiado, demasiado rápido y sin medir las consecuencias. Las matemáticas no acompañan, la infraestructura no escala y el discurso ya no seduce a nadie.Por eso este artículo no va sobre un “invierno de la IA” como fenómeno imprevisible. Va sobre un invierno que la propia industria ha provocado, alimentando una burbuja diseñada para estallar desde el primer día. La inteligencia artificial no está fracasando: quienes la dirigen la han llevado al borde del colapso económico, técnico y ambiental. No es un accidente, es una decisión. Y ahora toca mirar de frente el resultado.La matemática del desastre (el casino de silicio)Donald Trump, con Sam Altman al fondo, durante el anuncio de Stargate, proyecto que inyectó miles de millones de dólares a fondo perdido a la IALa base del problema es casi ofensivamente simple: la industria de la inteligencia artificial está gastando mucho más dinero del que es capaz de generar. No hace falta ser analista financiero para entender que, si cada nuevo avance exige chips más caros, centros de datos más grandes y un consumo energético que se dispara como un incendio sin control, pero los ingresos no crecen al mismo ritmo, el final es inevitable. Es un casino de silicio donde todo el mundo sigue apostando solo porque nadie quiere ser el primero en admitir que la mesa está vacía.El dato que lo resume todo lo dio Sequoia Capital, y no es precisamente una firma conocida por difundir alarmismo: para que esta fiesta sea mínimamente rentable, la IA generativa tendría que generar 600.000 millones de dólares al año en ingresos reales. Hoy está a una fracción ridícula de esa cifra. No hay modelo de negocio que cierre, no hay proyección que cuadre, no hay plan que justifique esta inversión monstruosa. Estamos levantando pirámides de servidores que requieren niveles bíblicos de gasto para producir beneficios que, en el mejor de los casos, son anecdóticos.Jim Covello, de Goldman Sachs, lo dijo con una claridad que no suele verse en un sector tan dado a la diplomacia: “construir cosas que el mundo no necesita suele acabar mal.” Y ese es exactamente el problema. Se ha invertido en hardware y en infraestructura con la esperanza de que, en algún momento, apareciera un uso masivo capaz de sostenerlo. A día de hoy, ese uso no existe. La inmensa mayoría de aplicaciones de IA generativa no ahorran dinero, no aumentan márgenes y no sustituyen a nadie: son juguetes corporativos muy caros que las empresas mantienen por inercia y miedo a quedarse fuera de la narrativa dominante.El economista del MIT Daron Acemoglu lo cuantificó sin adornos: incluso en el escenario más optimista, el impacto en la productividad será del 0,71% en una década. Para entender lo que significa, basta una comparación vulgar pero precisa: es el mismo nivel de mejora que aportaría actualizar el software de contabilidad de una empresa. Hemos construido la mayor infraestructura tecnológica de la historia para lograr un avance estadístico tan pequeño que ni siquiera movería la aguja del PIB de forma que se notase.A esta ecuación fallida hay que añadir una consecuencia que ya tiene un impacto real sobre los usuarios de a pie y sobre la que algunos directivos no quieren hablar: la IA está encareciendo el hardware para todos. La demanda voraz de centros de datos está desviando producción de memoria y componentes clave hacia la infraestructura de IA, convulsionando el mercado general y disparando los precios de RAM —hasta un 500% dependiendo de la fuente consultada— y almacenamiento, como explican los analistas al hablar de la subida de los precios del hardware empresarial. No olvidemos que Micron ha cerrado Crucial y su división para usuarios para centrarse en el más lucrativo negocio de los insaciables centros de datos.Y todo esto tiene otro efecto secundario: fabricantes como Dell y Lenovo preparan aumentos de precios de hasta un 15–20 % en PCs y servidores debido al encarecimiento y la escasez de memoria impulsados por la IA, según fuentes de la industria. No es una externalidad futura ni abstracta: la fiesta de la IA se está pagando también en forma de ordenadores más caros y actualizaciones de hardware pospuestas para quienes no participan en ella.Y aun así, se sigue construyendo. Se siguen levantando centros de datos, multiplicando compras de chips y expandiendo nubes que apenas generan retorno. Es la misma lógica que llevó a España a cubrirse de ladrillo vacío: una infraestructura faraónica levantada sobre previsiones irreales de demanda. Si alguien duda de que esto es una burbuja, basta con revisar las cifras. Son números, y los números nunca mienten: o salen, o no.La mentira de la automatización (la gran alucinación)La mayor fantasía que vendió la industria de la inteligencia artificial no fue la de la creatividad infinita ni la del conocimiento instantáneo, sino la del reemplazo humano. Nos aseguraron que estos sistemas estaban a punto de asumir tareas completas, incluso profesiones enteras. La narrativa era perfecta: máquinas incansables, precisas y baratas frente a trabajadores imperfectos, lentos y caros. Pero había un detalle que nunca mencionaron, quizá porque lo arruinaba todo: la autonomía no existe. Ningún modelo funciona sin vigilancia humana constante: reemplazar plantillas completas por modelos de IA es un error a todas luces.La realidad operativa es la que destroza el discurso. Cada texto que genera una IA debe ser revisado para evitar errores, cada bloque de código tiene que ser analizado para evitar vulnerabilidades, cada decisión automatizada exige supervisión para no violar leyes, derechos ni políticas internas. La IA no elimina trabajo; lo convierte en un conjunto de microtareas invisibles que recaen sobre los mismos empleados a los que supuestamente iba a liberar. La ironía es apabullante.El caso de Air Canada fue el primer golpe judicial serio contra la ficción corporativa del “agente artificial”. El chatbot de la aerolínea inventó una política de reembolsos que no existía, el cliente reclamó lo prometido y la empresa intentó defenderse alegando que “el chatbot era una entidad separada”. El juez tardó segundos en desmontar ese argumento: la responsabilidad es de la empresa, siempre, no se puede culpar a una herramienta y hacer como que no es de su propiedad. Ese fallo certifica algo que la industria intenta maquillar desde hace años: una IA no puede cargar con responsabilidad legal, no puede tomar decisiones reales, no puede sustituir a nadie.A nivel técnico el panorama es aún peor. El fenómeno conocido como Model Collapse pone de manifiesto que los modelos generativos se están entrenando cada vez más con datos reciclados. Dicho de otro modo: los modelos de IA se entrenan con contenido generado por otras IAs. Es una forma de endogamia digital: cada generación nace con menos diversidad, menos matices y menos comprensión del mundo. El resultado es un deterioro progresivo del rendimiento. Los modelos no se vuelven más listos; se vuelven más predecibles, más mediocres y más propensos a inventar cosas. Y esto no se soluciona ampliando parámetros: es un problema estructural.Ya estamos viendo las consecuencias en el ecosistema donde estos modelos se alimentan. Sitios como Stack Overflow, repositorios de código y comunidades técnicas enteras están llenos de respuestas generadas por IA: rápidas, convincentes y profundamente erróneas. La web se está llenando de basura sintética que contamina el propio pozo del que beben estos sistemas. Es un círculo vicioso: cuanto más contenido generativo se publica, peor se entrenan los modelos futuros. La degradación ya no es una predicción, es un proceso en curso.Builder. AI es una de las víctimas más notorias de esta burbujaTambién está el mito de la productividad, quizá el más persistente. La idea de que estos sistemas permiten trabajar más rápido es cierta solo si se ignora el tiempo invertido en verificar cada respuesta. El trabajador ahora tiene dos responsabilidades: hacer su labor y corregir la labor defectuosa de la máquina. La IA promete ahorrar tiempo, pero en muchos casos lo multiplica y lo oculta. Es un impuesto silencioso sobre la atención humana.La conclusión es tan evidente que sorprende que haya que repetirla: la automatización no está fallando porque la tecnología sea inmadura, sino porque se la presentó como algo que nunca fue. Una IA no entiende, no razona, no responde ante un juez, no asume consecuencias. Puede imitar, pero no puede decidir. Puede generar texto, pero no puede garantizar su veracidad. Y una herramienta así, por mucho que la disfracen de empleado artificial, jamás podrá reemplazar a un humano. Solo puede imitarlo con resultados irregulares, y a veces peligrosos.Esto no es solo una discusión teórica ni una advertencia a futuro: ya hay empresas que han colapsado al chocar contra los límites económicos y técnicos de la IA. El caso más visible es el de Humane, la startup que prometía cambiar la computación personal con su AI Pin y que, tras meses de críticas, devoluciones y una utilidad real mínima, terminó descontinuando el producto y vendiendo sus activos a HP, certificando que el hype no convierte un negocio en viable.Algo similar ocurrió con Builder.ai, una empresa que se presentaba como desarrollo de software impulsado por IA y que entró en insolvencia en 2025 tras acusaciones de inflar ingresos y prometer una automatización que no era tal. Fue el primer unicornio de la IA, uno que acabó saliendo muy caro y que dependía en gran parte de desarrolladores humanos para funcionar.Incluso compañías que no han quebrado formalmente muestran grietas profundas: Scale AI, durante años considerada una apuesta segura del ecosistema, ha sufrido recortes, pérdida de clientes y una fuerte revisión a la baja de su valoración tras acuerdos que la hicieron depender aún más de grandes actores del sector. No son anomalías aisladas: son los primeros síntomas visibles de una industria que creció más rápido de lo que podía sostenerse.El precio de la magia (la ruina física)Las empresas se financian las unas a las otras de una forma que recuerda a la crisis económica de 2008La gran mentira de la inteligencia artificial no está en sus capacidades, sino en su supuesta inmaterialidad. La industria lleva años repitiendo la palabra “nube” como si aquí no hubiese cables, ni tuberías, ni chimeneas invisibles. Pero la realidad es otra: la IA no es un servicio etéreo, es una industria pesada disfrazada de software. Cada prompt, cada imagen, cada modelo que se entrena necesita fábricas enteras de servidores funcionando día y noche. No hay magia: hay hormigón, acero y calor.El recurso que más delata esta ficción es el agua. Solo en 2023, los centros de datos de Google consumieron el equivalente al uso anual de 206.000 personas. Y eso fue antes de la explosión del mercado de modelos multimodales, que multiplicó el consumo en cascada. Entrenar un modelo no es solo cuestión de electricidad: hace falta refrigerarlo constantemente, y la forma más barata y eficiente de hacerlo es, como dijimos hace unas líneas, usando agua. Así que cada vez que generamos un vídeo, una imagen o un texto aparentemente inocuo, en algún lugar del mundo una planta de refrigeración está tragándose litros que no sobran.La proyección a 2027 es todavía más brutal: la IA demandará tanta agua dulce como la mitad de la población de Canadá o del Reino Unido. No es una cifra poética ni inflada: es el cálculo operativo de una industria que sigue creciendo sin un plan de sostenibilidad real. Y en medio de crisis hídricas globales, sequías recurrentes y ciudades que ya no pueden garantizar su suministro, la idea de una inteligencia artificial bebiéndose millones de litros al día para sostener una infraestructura que apenas genera retorno es difícil de defender.La energía tampoco pinta mejor. La proliferación de centros de datos —más de 160 nuevos en Estados Unidos solo en los últimos tres años— ha ralentizado el cierre de plantas de carbón y gas que ya estaban programados. Incluso hay quienes están optando por usar soluciones rudimentarias dependientes del combustible fósil para satisfacer las necesidades de dichos centros. La transición energética se está frenando para mantener con vida servicios que, en muchos casos, automatizan tareas triviales. Es un intercambio grotesco: más emisiones a cambio de facilitar correos, generar avatares o redactar resúmenes que antes hacía un humano en cinco minutos.Las demandas energéticas de la IA son ridículamente altas e insosteniblesY aquí es donde aparece la verdad incómoda que nadie en Silicon Valley quiere pronunciar: ahora mismo el mundo está cogido con alfileres. Si la IA no ofrece los beneficios económicos que justifiquen este gasto descomunal, la burbuja que se ha inflado a su alrededor puede arrastrar a medio mundo a una crisis profunda. Y si funciona demasiado bien, si realmente avanza hacia los niveles de autonomía que algunos ya aseguran tener y que no sabemos si podremos controlar, el riesgo social es aún mayor. Hemos construido una infraestructura que exige crecer sin parar y que no tolera el fracaso ni el éxito absoluto. Esta es la magia: una ilusión sostenida por recursos finitos que no alcanzarán para sostenerla mucho más tiempo.A esta fragilidad material hay que añadir otra, menos visible pero igual de preocupante: la red de dependencias corporativas que se está tejiendo alrededor de la IA. Las grandes tecnológicas y los fondos que las respaldan se están comprando entre ellas mediante inversiones cruzadas, acuerdos preferentes de computación en la nube y compromisos financieros a largo plazo que atan el destino de unas compañías al de otras.Es lo que estamos viendo en los acuerdos estratégicos entre Microsoft, NVIDIA y desarrolladores de modelos como Anthropic. No es exactamente lo mismo que ocurrió antes de la crisis bancaria de 2008 —en la que los bancos se compraban activos tóxicos unos a otros—, pero el modus operandi de las empresas resulta muy familiar: interdependencia opaca, incentivos para sostener valoraciones infladas y un sistema en el que nadie puede permitirse admitir que el modelo no funciona. La dinámica ya ha llamado la atención de los reguladores estadounidenses.La retirada honrosa (el asistente involuntario)ChatGPT y otros modelos similares son un asistente, no un sustitutoLas grandes corporaciones ya han empezado a poner límites. Hablamos de gigantes como Samsung, entidades bancarias, aseguradoras, organismos públicos y sectores estratégicos como defensa. Todos han restringido o prohibido el uso interno de IA generativa porque los riesgos superan con creces los beneficios: fugas de datos, código defectuoso, decisiones sin trazabilidad, información sensible expuesta… La fantasía del empleado artificial se ha estrellado contra la realidad jurídica y operativa de las compañías. En privado, nadie quiere que un modelo tome decisiones que puedan acabar frente a un juez.Este frenazo se ha colado incluso en la narrativa oficial del sector. Las mismas empresas que en 2023 juraban que la IA sustituiría millones de empleos ahora hablan de “copilotos”, “asistentes” y “herramientas de apoyo”. No es humildad: es supervivencia. Prometieron más de lo que podían entregar, impulsaron expectativas irreales y ahora se refugian en un discurso moderado porque la tecnología no soporta el peso de la autonomía que vendieron. El giro es tan evidente que cuesta no verlo como un repliegue táctico.La propia industria sabe que la promesa del reemplazo no se sostiene: las proyecciones de productividad que comentábamos antes —las mismas que situaban el impacto real de la IA en niveles ridículos tras una década de inversión— obligaron a recular. No puedes vender autonomía cuando los números demuestran que apenas generas eficiencia. Ese desajuste entre el relato y la realidad es lo que ha empujado a las empresas a abandonar el discurso del “nuevo trabajador artificial” y refugiarse en el eufemismo del “copiloto”.Por eso es urgente recontextualizar la inteligencia artificial. No es un sustituto, ni un supervisor, ni un agente autónomo. No puede comprender un contexto, anticipar consecuencias legales, interpretar un matiz emocional ni asumir responsabilidad en ningún sentido humano o institucional. Puede asistir, puede acelerar ciertas tareas, puede servir de espejo o de borrador, pero no puede ocupar nuestro lugar, ni técnica ni conceptualmente. El problema no es lo que estas máquinas saben hacer, sino la expectativa desmesurada que se ha proyectado sobre ellas, como si pudieran cargar con un tipo de inteligencia que no poseen.La conclusión es sencilla: la IA es un asistente extraordinariamente útil en manos de quien sabe supervisarla, y un generador de caos en manos de quien la trata como un reemplazo. Es brillante en lo que hace bien y torpe en todo lo demás. Y mientras la industria siga fingiendo que puede asumir funciones que no le corresponden, seguiremos atrapados en un espejismo peligroso. La retirada honrosa no es un fracaso: es el reconocimiento de que una herramienta debe volver a ser una herramienta.Humildad o colapso, humanidad o barbarieLa IA nunca podrá sustituir a los humanos, pero puede hacerles mucho dañoEl invierno de la inteligencia artificial no será una sorpresa, sino la consecuencia lógica de haber sostenido una promesa insostenible. Durante años se alimentó un relato de revolución mientras se consumían recursos descomunales para resultados mínimos. El problema ya no es si la burbuja estallará —todo parece apuntar a que lo hará, aunque no soy ningún analista—, sino qué precio pagaremos por haberla inflado sin freno.La infraestructura que sostiene esta tecnología se ha convertido en un riesgo sistémico. Dependemos de modelos que no entienden nada, que requieren supervisión continua y que generan costes económicos y ambientales que no podemos mantener indefinidamente. Ahora mismo el mundo se sostiene con anclajes muy precarios porque la narrativa de OpenAI y sus coetáneos nunca coincidió con la realidad operativa.Si la burbuja cae, arrastrará sectores enteros que apostaron más por miedo que por convicción. Si no cae, seguirá drenando agua, energía y dinero para mantener viva una ilusión que no entrega lo que promete. Ninguno de los dos escenarios es estable, y ambos muestran que pase lo que pase estamos, a falta de una expresión mejor, bien jodidos.Por eso es urgente reubicar la IA en el único rol que puede cumplir sin empeorar la situación: asistente, no sustituto. Una herramienta útil bajo supervisión, peligrosa cuando se la confunde con un agente autónomo. El futuro de esta tecnología depende de hacerla más precisa y más honesta, no más grandilocuente. Humildad o colapso, humanidad o barbarie: no hay una tercera vía.El artículo El invierno de la IA: la crisis que nadie quiso ver venir fue publicado originalmente en Andro4all.