La cumbre prohibida del Himalaya

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En un mundo en el que casi todas las montañas han sido conquistadas, cartografiadas y convertidas en trofeos para redes sociales, en pleno corazón del Himalaya se alza Machapuchare, una montaña que sigue siendo un espacio inviolable. Su perfil es inconfundible, con sus dos crestas gemelas que recuerdan la forma de la cola de un pez, afiladas y simétricas, casi siempre coronadas por una neblina ligera. Forma parte del macizo del Annapurna, y resulta claramente visible desde los senderos que suben al llamado Santuario, un anfiteatro natural de montañas, rodeado por picos de más de 7.000 y 8.000 metros. Un elevado valle glaciar donde se combinan ecosistemas alpinos, bosques subtropicales, glaciares activos y una enorme biodiversidad, que lo convierte en uno de los paisajes de alta montaña más impresionantes y accesibles del mundo. Y aquí la pregunta no es por qué nadie ha escalado esta montaña, sino cómo ha sido posible mantener intacto un símbolo natural en una época de turismo masivo y ambición deportiva. La respuesta la tiene el pueblo Gurung, de origen mongol y uno de los grupos étnicos que habita esta región desde tiempos ancestrales viviendo del cultivo del arroz y el pastoreo. Para este pueblo, esta montaña de 6.993 metros representa la morada de Shiva, una de las deidades más poderosas del hinduismo. No se trata solo de un lugar sagrado, sino de un espacio con presencia viva, un sitio donde el dios medita, se aísla y protege el equilibrio espiritual de los valles vecinos. En esta cosmovisión, escalar la montaña equivaldría a profanar un templo, irrumpir en el hogar de una divinidad y romper un pacto tácito con la naturaleza. Por eso, generación tras generación, los habitantes han mantenido una relación de reverencia. Así, se permite admirar la montaña, fotografiarla, caminar alrededor de su base, pero nunca subir a su cima. No en vano, la única expedición permitida en 1957, no la coronó. En aquel año Nepal abrió sus fronteras al montañismo internacional y alpinistas de todo el mundo empezaron a solicitar permisos para escalar los picos más emblemáticos del país. La fiebre por el Himalaya estaba en su punto más alto: ochomiles, sietemiles y cumbres menores se convirtieron en objetos de deseo para expediciones europeas, japonesas y norteamericanas. Ese año, el gobierno nepalí tomó la decisión de permitir un solo intento de ascensión a Machapuchare. El elegido fue Wilfrid Noyce, un alpinista británico, escritor y miembro del célebre equipo que acompañó a Hillary y Tenzing en la expedición del Everest de 1953. Noyce y su compañero A. D. Cox avanzaron con cautela por las vertientes heladas, maravillados por la pureza del paisaje. Llegaron muy cerca de la cima, a unos doscientos metros verticales de la cumbre. y, entonces, decidieron detenerse. El alpinista anotó en su diario que prefirió quedarse donde el mundo humano termina y comienza «otra cosa». No era una renuncia por cansancio ni por riesgo, sino un gesto de respeto. Después de esa expedición, Nepal prohibió definitivamente cualquier ascenso. Hoy, el contraste entre Machapuchare y otras montañas cercanas es dramático. A pocos kilómetros, el Annapurna 1 se considera uno de los picos más mortales del planeta; el Annapurna Base Camp, en cambio, es una de las rutas de trekking más populares del mundo, con miles de senderistas cada temporada. El Everest, se ha convertido en símbolo del turismo extremo: colas en la arista sur, atascos a 8.000 metros, residuos, conflictos por permisos... En plena crisis climática, donde las cumbres pierden hielo, las rutas se saturan de visitantes y las montañas se convierten en escenarios de negocio, y en un país donde el turismo aporta una parte significativa del PIB, mantener un espacio libre de explotación es toda una declaración de principios en la que Machapuchare se ha convertido en símbolo de resistencia espiritual y ambiental.