Dice James Cameron que tituló la nueva entrega de Avatar Fuego y ceniza a modo de dupla emocional. Que tras el fuego solo hay ceniza, y tras la rabia, el odio y la violencia, solo hay duelo, dolor y pérdida. Casi como si nos advirtiese de que si ahora su querida franquicia se tiñe de rojo, no es para hacer alarde tecnológico de su capacidad para controlar cualquier elemento, sino para cambiar de rumbo, abandonar las profundidades del océano y conquistar las de la emoción.Hace dieciséis años que el cineasta nos invitó a explorar un mundo alienígena de ensueño y tres desde que expandió sus horizontes bajo las aguas. Dieciséis años dedicados a demostrar aquello que, como especie, no nos cansamos de ignorar: que los humanos somos los disruptores del paraíso, expertos innatos en destrozar hogares y ecosistemas; y que cualquier forma de vida que se cruce con nosotros solo encontrará muerte y destrucción.Pero, como decía el actor Stephen Lang (el coronel Quaritch en la ficción) "no existe Edén sin sus serpientes", y estas son tan antiguas como nuestra propia especie. Donde existió Dios, existió quien lo desafió y, en este paraíso azul, esos fueron la Gente de la Ceniza, el nuevo clan na'vi del fuego que llega para demostrarnos que no existe lugar sin maldad -ni siquiera la idílica Pandora-, pero sí naturaleza humana (en el peor de los sentidos) en cualquier ser que se considere abandonado por su divinidad.Liderados por una magnífica Oona Chaplin -a la altura de una Zoe Saldaña que, desde el primer instante y hasta ahora, continua siendo el mayor atractivo de esta saga azul-, los na'vi del fuego se convierten en una pieza más del puzzle que es Pandora, dejando claro que los protagonistas no son ni los unos ni los otros, sino el conjunto emocional de esa red que conforma el universo de Avatar. Uno que finaliza su primer arco con una entrega mejor que la anterior, pero con dudas sobre cómo conseguirá sorprendernos y mantenernos interesados en el futuro.En esta tercera parte, quien espere grandes demostraciones pirotécnicas como sustitutivo de aquellas espectaculares escenas marítimas no acabará de encontrar lo que busca, pues aunque Cameron continúa explorando ese mundo que ha creado a base de utópicas escenografías que siguen maravillando -solo hace falta el primer segundo de película para recordarnos por qué nos enamoramos de Pandora-, esta vez la trama no está al servicio de la imagen, sino al contrario.Esta vez, las grandiosas demostraciones de esfuerzo y trabajo de sus actores no residen en controlar la respiración bajo el mar para que podamos descubrir el sentido del agua, sino en algo mucho menos llamativo visualmente, pero mucho más difícil y atractivo interpretativamente: conseguir que los acompañemos en este viaje sobre el duelo y que sintamos con ellos el dolor de una familia rota y el de unos creyentes que se sienten abandonados por Eywa.Ahí reside, sin duda, el gran acierto del cineasta, quien da un vuelco a su propia narrativa para derrumbar la fortaleza de una familia, destrozar todo aquello que construyó y hablarnos de los agujeros de aquella fe ciega que nos presentó y que ahora se enfrenta a lo que significa ser abandonada. Pensando que íbamos a transportarnos a un mundo ideal durante casi cuatro horas, nos encontramos con un espejo de la realidad en el que el reflejo nos devuelve una Pandora mucho más oscura y (esto es para reflexionar) mucho más humana que nunca.