Por acción u omisión, y en algún caso a través de una lectura interesada y parcial, las reacciones de los distintos partidos políticos al mensaje de Navidad de Felipe VI confirman la oportunidad de la necesaria llamada al sosiego y el diálogo realizada por el Rey. Como es habitual, el PP hizo suyas las palabras de Don Felipe, basadas en esta ocasión en la reivindicación de los consensos alcanzados durante la Transición, hace ahora medio siglo, mientras que el PSOE pasó por alto el argumento vertebrador del mensaje –la convivencia, sin muros ideológicos ni exclusiones– para detenerse en la llamada a la ejemplaridad de los representantes públicos, inexistente en una órbita presidencial salpicada desde hace meses por unos escándalos que sin demasiado convencimiento La Moncloa asegura extirpar, uno tras otro, con el bisturí de la regeneración. Por su parte, Vox volvió a ignorar al Rey, como ya hizo el año pasado, oficializando así una posición próxima a los populismos que cuestionan de raíz nuestro sistema, precisamente representado en su más alta instancia por la Corona, a cuya urgente llamada al entendimiento la formación de Santiago Abascal no dedicó ni un solo minuto. Fueron los socios del Gobierno, o los que hasta ahora le han permitido prolongar la legislatura con su apoyo parlamentario, quienes con su tradicional saña antisistema cargaron contra la figura que mejor encarna los valores de la Constitución, aquellos que pretenden demoler. No puede entenderse la llamada de atención del Rey a la clase política, y a su vez a una sociedad ya contaminada por su radicalismo, sin el concurso de unos partidos a los que el Ejecutivo ha dado carta de naturaleza institucional, hasta apropiarse de sus principios erosivos y asumir el frentismo como estrategia contra un rival político convertido ya en enemigo. No hubo en el mensaje de Felipe VI digresiones ni adornos superfluos: el Rey fue al núcleo del problema –el estado de nuestra convivencia– y lo hizo con la serenidad de quien habla desde la experiencia histórica y la responsabilidad institucional. El eje del discurso fue la reivindicación de la Transición como fundamento de la democracia que hoy disfrutamos. No se trató de una evocación ritual, sino de una afirmación deliberada de su vigencia. Al recordar que se cumplen cincuenta años del inicio de aquel proceso, Felipe VI subrayó que la Transición fue, ante todo, un ejercicio colectivo de racionalidad, diálogo y renuncia, en el que el pueblo español asumió plenamente su soberanía. De ese impulso nació la Constitución de 1978, definida por el Rey como un marco lo suficientemente amplio para dar cabida a nuestra diversidad. En tiempos de revisionismo interesado y de deslegitimación sistemática del pacto constitucional, esta defensa explícita adquiere un significado político indiscutible. Al hablar de «hastío, desencanto y desafección» entre los ciudadanos, el Rey no mencionó nombres, pero el destinatario del mensaje fue inequívoco. Cuando Felipe VI alude a la degradación del lenguaje, a la falta de respeto y a la incapacidad para escuchar al discrepante está llamando la atención a una clase política instalada en la confrontación, más preocupada por el rédito inmediato que por la convivencia a largo plazo. En uno de los pasajes más significativos del mensaje, el Rey recordó que España «ya ha estado ahí», aludiendo a nuestra historia más dolorosa, a la Guerra Civil y a las consecuencias devastadoras de la división. Felipe VI no necesitó mencionarla explícitamente para que la alusión fuera clara. Ese recordatorio actúa como una línea roja moral: no todo vale, porque sabemos adónde conduce la erosión sistemática de la concordia. Frente a ese riesgo, el Rey propuso un antídoto clásico y, al mismo tiempo, exigente: la confianza. Confianza entre los ciudadanos, en las instituciones y en el proyecto común que es España. Pero no una confianza pasiva, sino activa y responsable. Por eso interpeló a todos –sin excepción– sobre qué puede hacer cada uno para fortalecer la convivencia y qué límites no deben cruzarse. Hilvanadas por el sentido común y por la sensibilidad hacia las brechas –sociales, económicas, políticas, generacionales– que se abren en la nación, las palabras del Rey cobran sentido en un escenario reactivo a cualquier llamada al consenso, el entendimiento y el diálogo, elementos esenciales de todo sistema democrático . Quienes las ignoran, las tergiversan o directamente las critican pueden darse por aludidos como agentes de la división y la fragmentación, y no solo política, sino social. Es España en su conjunto la que se hunde bajo tanto muro.