En estos días en que el copyright pretende erigirse como una muralla invisible que pretende limitar no sólo el acceso a la cultura sino también su preservación, acaba de ocurrir algo muy interesante: Anna’s Archive, una enorme biblioteca que durante años ha desafiado el orden establecido en torno al acceso al conocimiento, afirma haber obtenido una gran parte del catálogo de Spotify, tras extraer 86 millones de canciones y cientos de millones de registros de metadatos para crear lo que denominan un «archivo de preservación musical».Lo importante que hay que entender aquí no es la acción en abstracto, sino lo qué representa, y por qué lo que ha ocurrido es, desde la óptica de quienes hemos luchado toda nuestra vida contra las restricciones exageradas del copyright, una manifestación radical de una tensión estructural que el sistema no quiere enfrentar. Anna’s Archive no es un «servicio de descargas» en el sentido habitual del término. Según su propia definición, se trata de un motor de búsqueda de las llamadas «bibliotecas sombra» que agrega y enlaza contenidos de múltiples fuentes como Z-Library, LibGen o Sci-Hub sin alojar directamente los archivos por sí misma, argumentando con lógica que esa técnica le exime de responsabilidad directa por las descargas. El proyecto nació en 2022 tras el cierre de Z-Library como respuesta a los esfuerzos de las autoridades para cerrar espacios de acceso libre a conocimiento y cultura, y se ha consolidado como una de las bibliotecas de datos abiertos más grandes del mundo. Lo que ha ocurrido con Spotify es una evolución técnica y política de ese mismo principio: Anna’s Archive ha descubierto cómo scrapear Spotify «a gran escala», extrayendo primero los metadatos de casi todo el catálogo de la plataforma (256 millones de registros) y luego anunciando que planea distribuir alrededor de 300TB de archivos de audio, priorizando los más escuchados, para, según sus palabras, preservar la herencia musical de la humanidad.Desde la óptica tradicional del copyright y de las discográficas accionistas de Spotify, esto es un «ataque anti-copyright«, y Spotify ha reaccionado desactivando las cuentas implicadas e instalando nuevas defensas para bloquear este tipo de scraping automatizado. Su discurso corporativo apela a la «protección de los artistas», a la «defensa de los derechos» y a la necesidad de trabajar con socios para «proteger a los creadores». Pero basta profundizar un poco más para ver las contradicciones: el sistema actual de copyright no protege realmente a los artistas en absoluto, protege en realidad a los intermediarios, a los grandes sellos y a los monopolios de distribución. Spotify, como cualquier gran plataforma, opera bajo un modelo que centraliza el acceso a la música y negocia acuerdos con quienes detentan los derechos, a menudo en condiciones que han sido ampliamente criticadas por ser opacas y claramente desfavorables para los creadores. El hecho de que una enorme masa de cultura esté encerrada detrás de una API, un DRM o un contrato comercial no la hace menos parte del acervo cultural humano. De hecho, lo que Anna’s Archive está haciendo es desafiar la lógica mercantil del acceso restringido, proponiendo que la música, como el conocimiento, debe ser preservada y accesible.Aquí conviene recordar contextos más amplios: Anna’s Archive ha sido objeto de bloqueos judiciales y de eliminación masiva de enlaces por parte de Google, y aun así sigue operativo, porque su arquitectura distribuida y su estrategia de mirrors complican una clausura definitiva. Hace no mucho, una demanda contra la biblioteca en Ohio hizo que cuestiones fundamentales sobre la legalidad del scraping de datos se trasladasen al Tribunal Supremo estatal, en lugar de dar lugar a una sentencia condenatoria directa. Esta discordancia de los sistemas jurídicos revela que, en realidad, no hay consenso legal sobre el estatus de estos proyectos, porque pese a los esfuerzos de un lobby de las discográficas con probablemente más abogados en su nómina que trabajadores, la tecnología y las prácticas de preservación y libre acceso han evolucionado más rápido que las leyes. El evento de Spotify no es un mero «hackeo» ni una travesura de unos cuantos «chicos malos», aunque algunos medios tiendan a presentarlo así: es la cristalización de años de tensión entre una economía digital de derechos de propiedad intelectual extremadamente rígida y una demanda social intensa de acceso abierto a la cultura y al conocimiento. En ese choque, proyectos como Anna’s Archive actúan como síntomas, no como anomalías: revelan lo insostenible que es un sistema que designa como crimen la preservación de la cultura para las generaciones futuras, o que pretende que los creadores son «incentivados» cuando los derechos de sus obras se prolongan muchas décadas después de su muerte.Esto tiene consecuencias previsibles profundas. Por un lado, habrá una respuesta aún más agresiva por parte de plataformas, sellos y oficinas de derechos: más barreras técnicas, más vigilancia, más presión legal. Por otro lado, ya hay señales de que la tecnología y las prácticas de preservación comunitaria están migrando hacia modelos más resistentes: enlaces distribuidos, protocolos como IPFS, torrents que no dependen de servidores centrales, etc. Cuando la cultura comienza a replicarse de manera descentralizada, el sistema tradicional no puede detenerlo sin recurrir a medidas autoritarias, que acabarán por parecer (y por ser) intolerables. Si uno cree, como yo, que el propósito original del derecho de autor debe ser promover el progreso de las artes y las ciencias, y que ese propósito ha sido simplemente secuestrado por intereses comerciales, entonces lo ocurrido con Spotify y Anna’s Archive no es una simple noticia de «piratería», sino un momento fundacional de un nuevo paradigma. No se trata de elegir entre «piratería» y «propiedad», como pretenden algunos, sino de cuestionar si el modelo vigente realmente sirve a los creadores o sólo a quienes se dedican a medrar con su obra. Este momento nos hace mirar de frente esa pregunta, y a admitir que la cultura no puede ser eternamente cautiva de una lógica de escasez que la tecnología hace mucho que ha dejado obsoleta.