¿Quién no ha sentido vergüenza ajena alguna vez al escuchar al parroquiano troglodita del bar de la esquina? ¿O los comentarios machistas de ese amigo de toda la vida una noche de parranda? Los bares, esos lugares tan gratos para conversar, son a fin de cuentas foros con autoría. Unos y otras, con nombre y apellidos, ayudados por el café con anís de la mañana o alguna copa de más el resto del día, sientan cátedra sin más autoridad que el tono alto de su voz. A veces, les damos la razón y otras, hacemos oídos sordos a la sarta de sandeces que dejan escapar de su boca, trazos de pensamientos mal rumiados, insultos de variada tipología y grado. Y quien dice en el bar, dice en la tienda de tu calle, en el parque, con las madres y los padres reunidos mientras los niños se lanzan por el tobogán.Pero hay que admitir que tales individuos, bocazas o razonables, tienen hoy por hoy un valor: dan la cara, que sería algo así como firmar sus sentencias, ya sean bravatas u opiniones constructivas. Cierto que pueden contener graves efectos directos o colaterales, en especial si calumnian a vecinos o instigan de mala fe, buscando sembrar la discordia. Aunque normalmente, para felicidad de todos, la discusión de los bares queda allí varada y las palabras se las lleva el viento en la resaca, por más que las del viejo amigo resuenen en tu cabeza por los siglos.El problema se agrava cuando ese o esa bocazas de la plaza o la taberna descubre las redes sociales. Esa intangible selva cibernética desde donde lanzar piedras y esconder la mano parece un juego inocuo, pero sin responsabilidad por la gracia del anonimato. No dar la cara invita al insulto desmedido. Imaginémonos al bravucón de bar sin nadie que lo apacigüe ni lo censure, hipnotizado por la pantalla iluminada y la mente en stand by, retroalimentado por sus propios dardos, en progresión geométrica como aquel grano de arroz duplicado exponencialmente en cada casillero de un tablero de ajedrez… Estamos asistiendo, por desgracia, a la metamorfosis que convierte al bravucón o la bravucona mal intencionados en un monstruo perverso y poderoso.Este espécimen busca confundirnos metiendo en el mismo saco el insulto, la difamación, el bulo y la libertad de expresión. Manipula la verdad porque su anonimato le hace impune y, desde su escondite, logra su propósito, en nada inocente, que puede ser desde generar crispación hasta hundir reputaciones. [articles:342115]Pero, pese a lo dicho, no podemos tomar por igual a todos los anónimos comentaristas. No todos son criminales, ni todas las opiniones anónimas que aparecen en las redes son armas letales. Entre ellos, los hay que tan solo buscan su minuto de gloria y son capaces de inventar cualquier teoría fabulosa sin fundamento, incluso conspiranoica, que con el tiempo se pierde en el ciberespacio. No todos los comentaristas sin nombre son maquiavélicos y es legítimo no querer exponerse, siempre y cuando no base su opinión en insultos ni mentiras. Es respetable la timidez del cibernauta que tan solo quiere compartir opiniones sobre una película, un suceso, mil cosas en las que no utiliza la maldad ni el interés sucio, sino que le mueve ese afán humano de tomar la palabra.No es por estos por los que nos indignamos ni por los que muchas voces se están alzando, exigiendo o proponiendo soluciones, sino contra las y los difamadores enmascarados en el anonimato. De las propuestas que he leído y escuchado en los últimos meses, tal vez la más temeraria sea la de desvelar la autoría de esos anónimos a modo de escarnio público, seguido de un boicot contra el desenmascarado. Sería algo así como una caza de brujas.La cultura de la cancelación, surgida originariamente en EE. UU. no hace más de 15 años y trasladada a Europa poco después, no ha dado los resultados esperados. Los justicieros, aunque en sus comienzos los movieran buenos propósitos, se vuelven pronto verdugos y se llenan de intransigencia, odio y autoridad irrebatible; se autoproclaman poseedores únicos de la verdad, rechazan la crítica y olvidan la autocrítica, el sentido del humor, el relativismo. Se erigen en los legítimos, semejantes finalmente a los malos a los que querían escarmentar y educar. El escarnio en la plaza pública produce monstruos.Cuando no se puede contar con buena gente, pues hablamos de delincuentes, hay que echar mano de la ley. Y aunque el anonimato no es un delito, mientras no encontremos mejores mecanismos para impedir esta práctica perniciosa, habrá que regular el funcionamiento de las redes como se hace en el mundo analógico, ¿qué tal empezando por eliminar la opción de publicar de forma anónima en las redes y otros medios de comunicación? Es solo una discreta idea. El resto de los que frecuentamos el mundo virtual, no perderíamos nada, más bien ganaríamos: ejercer el derecho a la libertad de expresión implica hacernos responsables de nuestras palabras. Ni miedo ni complejos, sino tomar la palabra con dignidad. Y emplear nuestras energías para defendernos de los cobardes que tiran la piedra y esconden la mano.