Imagen vía Depositphotos.La imagen romántica del escritor suele asociarse con el genio atormentado que mide cada palabra, que corrige sin cesar hasta pulir la frase perfecta y que publica, con suerte, un puñado de obras a lo largo de su vida. Sin embargo, existe otra estirpe menos celebrada y mucho más problemática: la de los autores compulsivos, aquellos para quienes la escritura no era un oficio sino un trance, una fiebre inagotable que llenaba de páginas el mundo y de desesperación a quienes debían imprimirlas. La historia de la literatura está repleta de estos personajes que, cegados por su pasión por el papel y la tinta, una dolencia que puede denominarse hipergrafía, llegaron a arruinar a más de un librero.El fenómeno tiene raíces profundas. Desde la Antigüedad, el acto de escribir ha ejercido una seducción hipnótica. Aulus Gelio, por ejemplo, aseguraba que no deseaba vivir más allá del tiempo en que pudiera seguir escribiendo. La idea no resulta tan romántica si se recuerda que hay autores cuya pluma producía auténticas epidemias de aburrimiento, condenando a sus lectores —si es que los encontraban— a una monotonía interminable. Para muchos, el mero hecho de llenar hojas era una especie de delirio agradable, un refugio personal que se prolongaba durante noches enteras. Petrarca, que alternaba el insomnio con la obsesión de anotar lo que le venía a la mente, confesaba que a veces escribía en plena oscuridad y luego, al amanecer, no era capaz de descifrar lo que había garabateado.Pero si para algunos esta pasión podía quedarse en manía privada, en otros derivó en una catástrofe pública. El caso más dramático ocurrió en los albores de la imprenta. Dos impresores, seducidos por la erudición de Nicolás de Lyra, aceptaron publicar su comentario interminable a la Biblia. El resultado: once centenares de folios que nadie quería comprar y que se acumularon en sus almacenes como un castigo divino. Los libreros acabaron suplicando al papa que interviniera para evitar su ruina. Aquella primera tragedia editorial fue solo el inicio de una larga serie de desastres provocados por autores que confundieron abundancia con grandeza.En el siglo XVII, cuando los debates teológicos inflamaban a Europa, el panorama no mejoró. Owen, Baxter y otros eruditos publicaban volúmenes como si fueran almanaques: sesenta, setenta, incluso más, la mayoría de tamaño descomunal. Escribir un folio era entonces más sencillo que escribir hoy un libro breve y depurado. La idea de corregir, seleccionar o eliminar parecía irrelevante; lo importante era seguir y seguir, como segadores testarudos que nunca se detenían a afilar la guadaña.Algunos casos alcanzaron tintes casi caricaturescos. El inglés William Prynne, por ejemplo, llegó a redactar cerca de doscientos libros. Su disciplina era tan férrea que apenas se alimentaba de un mendrugo y un poco de cerveza, mientras usaba un gorro acolchado que le cubría los ojos para protegerlos de la luz. Su manía no se interrumpía ni siquiera en prisión: privado de papel y tinta, llenaba las paredes de su celda con versos y citas. La escena de Prynne en el cadalso, viendo cómo ardían bajo su nariz los enormes volúmenes que él mismo había escrito, resume bien el destino de tantos autores que confundieron cantidad con posteridad.El alemán Gaspar Barthius constituye otro ejemplo célebre. Niño prodigio que recitaba de memoria a Terencio, dedicó su vida a producir una montaña de obras críticas. Su Adversaria, publicada en dos tomos, debía convertirse en una enciclopedia monumental de referencias clásicas. Pero la falta de orden, las contradicciones y la escritura apresurada lo convirtieron en un fracaso monumental. Los libreros, que al principio habían confiado en su fama, pronto descubrieron que los ejemplares no se vendían ni regalados. Para disimular, cambiaban las portadas con nuevas fechas, fingiendo que se trataba de ediciones recientes. Aun así, el polvo de los almacenes fue el único lector fiel de aquellas páginas.El francés Michel de Marolles, abad y traductor incansable, llevó la obsesión a otra escala. Publicó decenas de versiones de los clásicos, convencido de que había capturado la esencia de los originales. La crítica, sin embargo, lo trataba como a un verdugo de la literatura antigua: sus traducciones eran tan torpes que un contemporáneo, De l’Étang, utilizó exclusivamente fragmentos suyos como ejemplo de lo que nunca debía hacerse al traducir. Marolles, imperturbable, seguía convencido de que la posteridad sería más justa que sus contemporáneos. Su entusiasmo era tan grande que incluso coleccionó más de cien mil estampas, las cuales terminó regalando al rey de Francia, un gesto que le aseguró al menos una nota de reconocimiento en la historia del coleccionismo.La lista se cierra con el jesuita Théophile Raynaud, cuya producción fue tan desmesurada que sus obras completas llegaron a ocupar veinte volúmenes en folio. El editor que se atrevió a publicarlos acabó arruinado. Raynaud, incansable polemista, escribía y refutaba con igual pasión, hasta el punto de llenar un tomo entero con escritos publicados bajo seudónimo. Su estilo era combativo y feroz, y aunque su erudición era vasta, la avalancha de páginas acabó por sepultar cualquier brillo.Estos casos muestran un fenómeno curioso: la literatura también conoce el exceso, y a veces la pluma puede ser más peligrosa para un librero que la espada para un soldado. La compulsión de escribir, que en algunos casos roza lo patológico, puede producir obras valiosas en medio de la avalancha, pero más a menudo genera montañas de papel condenadas al olvido. Lo paradójico es que muchos de estos autores estaban convencidos de que escribían para la eternidad, cuando en realidad condenaban sus palabras a dormir en los sótanos de librerías, en volúmenes que nadie se atrevía a abrir.Detrás de esta historia secreta late una enseñanza universal: no todo lo que se escribe merece ser publicado, y no todo lo que se publica encuentra lectores. Pero también hay algo entrañable en estos personajes: su fe en la escritura era tan absoluta que ni la indiferencia del público ni la ruina de los editores pudieron detenerlos. Vivieron y murieron convencidos de que el acto de llenar una página era en sí mismo un triunfo. Y, de algún modo, lo fue: si hoy seguimos hablando de ellos, es porque, aunque sus libreros terminaran arruinados, su manía dejó una huella tan desmesurada como su producción.____________________________________________________________________________________________ No olvides que puedes seguirnos en Facebook.The post Escritores prolíficos que arruinaron a sus libreros appeared first on La piedra de Sísifo.