Stefan Zweig decía…

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Stefan Zweig decía que, “obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. Es la introducción al capítulo que dedica a Hitler en su libro El Mundo de Ayer. También, en referencia precisamente a España, y en relación con los primeros momentos de guerra civil, escribe lo siguiente: “Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo”. Es posible que no sea necesariamente cierto el aforismo de que nos veamos indefectiblemente obligados a repetir la historia, pero es obvio que empezamos a vivir demasiadas similitudes con tiempos pasados.  La máxima citada de Zweig se constata en la actualidad con relativa claridad.  Incursos, como estamos, en dilemas cotidianos, la mayoría de las veces de gran pobreza argumental, obviamos los temas importantes que, como país, nos debiera preocupar.  En la misma medida en que se refuerza nuestra ignorancia, somos incapaces de percibir los grandes movimientos de fondo actuales.Si no, cómo explicar que, de nuevo, surjan poderes que parecen amar la violencia, que jueguen con ella y que consideren debilidades los valores básicos de paz, humanidad y entendimiento a que hacía alusión el autor austriaco.  Cómo aceptar la renovación del derecho de conquista y de la guerra como argumento, de la destrucción impune de vidas humanas y de la amenaza y quebranto de derechos básicos y elementales.  Cómo admitir que el odio al adversario (a cualquier adversario) sea la norma de relación social colectiva de nuestro tiempo. Teníamos la intención de escribir sobre cuestiones concretas, aplicables a nuestra cotidianidad, con esta carga sutil de crítica (seguramente, a veces, demasiado sutil) propia de académicos.  De escribir sobre nuestro modelo universitario (lo haremos), sobre sus funciones auténticas y sobre el verdadero poder transformador que debe tener el conocimiento.  También teníamos pensado insistir en la necesidad de contar con una política común que cuide la ciencia de forma que, a través de su transferencia, pudiera consolidar una estructura económica basada en el valor añadido que aporte beneficios a la ciudadanía en su conjunto. Pero es difícil sustraerse al desánimo que supone, y que provoca, un mundo como el que vivimos, donde el histrionismo de unos pésimos gobernantes globales, solo preocupados de intereses espurios, nos puede llevar a la catástrofe; donde pocas y grandes corporaciones, dedicadas, por ejemplo, a la gestión de bienes tan intangibles como nuestros propios datos personales, que inconscientemente cedemos de manera voluntaria para satisfacción de una apariencia de realidad que nos embriaga, están dirigiendo un cambio de modelo de nuestras propias vidas, y por ende de la sociedad, que no somos capaces de percibir pese a la profunda transformación social y económica que supone. Las reglas en juego precedentes, sin ser perfectas, se están cambiando por otras que serán impuestas como si fueran verdades absolutas, sin serlo, y basadas no en el bien común sino en intereses exclusivamente individuales.  Más simplificadamente, se quiere instaurar la ausencia total de reglas o principios, la expulsión del Estado y de lo público (incluso del concepto más aceptado de res publica) y sustituirlo sin ambages por el beneficio descarado de unas clases cada vez más dominantes. Son la nueva representación del poder económico, pero también del poder político, que exigen una posición dominante de carácter transversal, que anticipan sus intereses y que tienen un control social como nunca había sucedido.  Requieren nuestros datos, pero también – y será una pelea de fututo – la energía suficiente para mantener sus desarrollos, aunque sea a costa de cuestionar la evidencia de las exigencias climáticas.  No dudan en utilizar la división de la sociedad sobre la base de “identitarismos” emocionales, que rompen el criterio básico de convivencia.  El nacionalismo es un ejemplo.  Lo es también pretender quebrar conscientemente los presupuestos del principio de solidaridad intergeneracional base de cualquier modelo social, sin aportar soluciones a un debate seguramente necesario sobre las atenciones que requiere nuestra juventud. Se constata la ingobernabilidad de los países y de las regiones y se refuerza la posición de agentes políticos extremistas que solo pretenden romper las normas sociales básicas.  Se utiliza el odio y se repudia al oponente político.  Así lo manifiesta, sin rubor, el presidente de los Estados Unidos, que no duda en laminar cualquier atisbo de libertad de expresión destruyendo precisamente el principio que dice defender.  Y se sigue abusando de la guerra y de la matanza de inocentes, justificadas, también descaradamente, en intereses económicos de la más absoluta vileza.  Sin ningún tipo de vergüenza se insiste en estos argumentos, que parecen asumirse con relativa normalidad por parte de la sociedad. Se acude a la amenaza armada como un juego de escarceos que deberíamos rechazar a poco que conociéramos la historia. Pero es que los presupuestos de que parte este nuevo poder (económico y político) requieren (y se basan en) poner en cuestión los pilares sobre los que se ha venido asentando un modelo social que, pese a todas sus deficiencias, permitía la atención de los ciudadanos.  Se rechaza cualquier régimen fiscal progresivo con el que, demasiadas veces, se juega frívolamente rozando la demagogia.  Conforme los datos ofrecidos por el propio Financial Times, las mayores fortunas crecen mientras el nivel de impuestos que soportan decrece.  Para la consecución de sus intereses, estas capas sociales minoritarias, no dudan en utilizar todos sus medios para promover un estado de opinión que asuma acríticamente la insostenibilidad del sistema de protección social, de la educación, de la propia pervivencia del sistema de salud, … Y también del conocimiento. Y es que el saber estorba.  Como dice Carlos Sánchez en su última columna en El Confidencial, “la ciencia, de hecho, se ha convertido en el principal enemigo del populismo porque desmonta ideas absurdas”.  Estas ideas absurdas, que no están aisladas de una pretensión de ruptura social y de cuestionamiento de cualquier idea común de Estado, están calando con profundidad. Quizá, como decía Cicerón, “una vez que las riquezas de unos pocos, y no sus virtudes, se hacen con el gobierno, tales personajes retienen pertinazmente el nombre de nobles, sin merecerlo realmente”.  Y concluye: “no hay más degenerada forma de gobierno que aquella en la que se considera más nobles a los más opulentos”. Pues eso.