Los especialitos

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"Las personas que somos altamente sensibles tenemos tendencia a tratar de controlar la realidad". La periodista asentía, ceñuda. "Esto lo he hablado con otros colegas", insistía el sensibilísimo entrevistado. Me imagino la sobremesa y, chico, me conmuevo.No sé si lo habrán notado, pero el mundo, hasta hace nada poblado por santos y pecadores, se ha subdividido en un infinito número de identidades pseudopsicológicas que sirven para un roto y un descosido. La gente ya no se deja porque ha descubierto que su partener es un cabrón con pintas, sino porque se ha revelado como un "psicópata narcisista". Si me diese por rebuscar entre mis conocidos, malo sería que no aflorasen media docena apegados ansiosos y evitativos, dos o tres con TDAH y no menos de una veintena de lumbreras altocapacitadas.Conste: estoy muy concienciado con el asuntillo de la chaladura, la salud mental y la alineación de los chacras (bromas aparte, yo mismo tengo informes psiquiátricos como para empapelar Versalles), pero el fervor que causan las etiquetitas diagnósticas me tiene fascinado. El mes pasado, en el programa de Sonsoles le midieron las meninges a Ana Obregón con un test de inteligencia. Ya son ganas de malgastar recursos: solo un genio podría plegar su árbol genealógico hasta convertirse en la madre de su nieta. El diagnóstico me recordó que hará veinte años se emitía (en esa misma cadena) un programa con el que los espectadores podían tentarse las entendederas sin moverse del sofá. Bastaba responder unas preguntas y sacar la cuenta de los aciertos. Aquello, que me pilló en el instituto, nos dio mucha vidilla. A la mañana siguiente, todos llegábamos al pupitre exhibiendo un cociente de plusmarquista: al rato podías palmar el examen de matemáticas, pero caramba, ¡con qué brillantez!Siempre me han enternecido los afiliados de MENSA: camarada, tan listo no serás si necesitas un papel que te lo certifique. Últimamente no paro de toparme con un cincuentón patilludo que dice haber sido presidente del tan honorable círculo ecuestre y tener un puntaje mental que ríete tú de Albert Einstein. Por lo que sea, en vez de proponer una teoría unificada de las fuerzas que mueven el universo, el buen señor ha consagrado su vida al noble oficio de la consultoría. Para ese viaje no hacían falta alforjas.Que hay gente listísima, taquicárdica, depresiva o con la capacidad de atención de una coquina es algo que no pongo en duda, pero me chifla que, en un mundo carcomido por la sospecha y el cinismo, cualquier hijo de vecino se adjudique una neurodivergencia tras el visionado atentísimo de tres reels de Instagram hechos por un cualquiera. Sin contexto, sin matices: solo el gozo de tener un delito nuevo en el pasaporte de la identidad. "Es que creo que soy…", me confesaban el otro día. Intrépido, quise tirar del hilo. Me bastaron dos minutos para comprender que ese amigable conocido estaba de enhorabuena: había encontrado un parapeto, un "es que yo soy así" para cada una de sus irritantes particularidades.Entiendo la tranquilidad que da romper con un psicópata, porque, en ese caso, la relación se fue al carajo sin que tengamos una mijita de responsabilidad en su hundimiento. También, que adjudicándome tal tipo de apego, podría avasallar a mis amigos con el mayor de los egoísmos y luego librarme de colaborar en sus mudanzas excusándome en mi irremediable evitatividad. Incluso, que uno puede erigirse en el loco mayor del reino y ganarse la vida relatando el cotorreo que sonaba en su cabeza. Pero si cuando a uno le dice el cardiólogo que tiene las yugulares embuchadas en triglicéridos no sale de la consulta pensando que todo está hecho, con las cosas de la cocorota podríamos hacer lo mismo. No sé si afecta más a la vida la última chorrada que se le haya ocurrido a la psicóloga vitamina que un riñón perezoso. Lo que sí sé es que con lo primero se da muchísimo más la brasa.