Lo sabían los lucentino s que cada primavera espían el crecimiento de la luz, la tibieza creciente, los pequeños rituales de las túnicas que empiezan a salir del lugar en que se guardan. Los que ahora se consultan con vídeos: la Semana Santa es el reino de la memoria y de la costumbre. Se vive una vez al año y se revive en los días en que se la echa de menos, y al año siguiente, y cuánto tarda en llegar para el niño y qué poco a medida que se cumplen años, se escribe sobre el recuerdo. A veces la superposición es como un calco y otras veces hay cambios, sorpresas y decepciones que distinguen unos recuerdos de otros. La fiesta se rehace un año detrás de otro: los cimientos son los recuerdos personales y aquello que cambia y el corazón sabe del momento justo en que una imagen se aparece en cierta calle y detrás de cierto cortejo. Lo sabían los lucentinos y también los que llegaban de fuera. A la hora de pensar en la Magna Lucena Vive la Pasión era necesaria mucho más la imaginación que la memoria, el 'cómo será' que el 'como ha sido siempre'. Están las mismas imágenes, los mismos santeros , unas calles muy parecidas a las de todos los años, y sin embargo son nuevas las horas, los ritos, el clima . En cierta forma era como ver algo por primera vez y hacerlo sin las brumas de la costumbre. Para los lucentinos, que conocen a sus cofradías, y para los de fuera, que tenían que aprenderla en una sola tarde. Eso fue la Magna Lucena Vive la Pasión: una casi Semana Santa en septiembre para los que habían nacido en la ciudad y una ocasión para disfrutar la fiesta a quienes no habían podido conocerla. Llevaba ya Lucena varios días instalada en la excepcionalidad de las imágenes preparadas en sus iglesias y de las flores listas y estalló todo poco después de las seis de la tarde. Salió entonces la banda de cornetas y tambores de Las Cigarreras y quienes pensaban en la Semana Santa casi uniforme de hoy se despedían de ella. Lucena es distinta y había reunido a las hermandades para mostrar sus tronos que no se separan en canasto y respiraderos, el andar distinto, el son del torralbo, el tambor que marca el paso. Las imágenes salían de sus templos y en la carrera oficial el obispo emérito de Córdoba, Demetrio Fernández , invitaba a vivir más allá de la estética: «La fe se transmite de boca a boca en esta asamblea que se constituye para los sagrados titulares en este año de la esperanza». Había imágenes, pero aunque la plaza estuviera llena de sillas ocupadas, en cierto sentido no estuvo llena hasta que no apareció en la puerta de San Mateo la Virgen de Araceli , radiante con el manto blanco que le bordaron las carmelitas para la coronación canónica de 1948. La patrona de Lucena y del campo andaluz vio desde allí pasar a todas las imágenes. La gente se agolpaba en las calles que conducían al recorrido común y pronto tuvieron premio cuando las cofradías se aproximaban. Lo hacían por el orden de la Pasión. Primero la Entrada Triunfal, que estuvo ante la Virgen una media hora después, y luego el Lavatorio con su impronta antigua, sus andas de plata y San Pedro sentado en el trono con Jesús arrodillado. Le seguía el Señor de la Agonía en la Oración en el Huerto mientras la tarde iba cayendo en este septiembre que ya anuncia el otoño y los de Lucena explicaban a los que habían llegado de otros lugares, que eran muchos, el sentido de lo que no entendían: las horquillas de los santeros , el color de cada cuadrilla que no ensayaba, como se hace en otros lugares, pero que sí fomenta la convivencia para que después todos los corazones sean uno cuando van caminando. Como en cualquier Semana Santa, lo peor es que el don de la ubicuidad no existe, y por eso quienes estaban en la carrera oficial echaban de menos el momento en que había salido Nuestro Padre Jesús Nazareno en horario y luz de atardecer, extraño en la imagen que tiene que marcar la mañana del Viernes Santo. El Cristo del Silencio, poco antes, con la llamada al interior del toque de Oración. Llegaba el Señor de la Caridad y poco después había que contener el aliento con Jesús de la columna . Todavía sorprende la perfección quirúrgica de la restauración de Pedro Manzano. Las flores rojas parecían salpicadas de su sangre y los suyos buscaban la mirada y después casi la apartaban, sobrecogidos por la capacidad del Señor para obligar a mirar en el interior del alma. Iba el Señor sobre sus andas inconfundibles y la luz de la cera ganaba terreno cada vez más. La Magna Vive la Pasión se hacía nocturna y avanzaba al paso del tambor y del torralbo, como tenía que ser. El Cristo de la Humillación , después del castigo de los soldados, intentaba levantarse y el dolor que padecía se extendía a todos. Viajaba la celebración al barroco en las andas doradas y en el gesto del Señor de la Humildad de Lucena, rezando o tal vez pensando en lo que todavía debía padecer. Las bandas sevillanas se intercalaban en la carrera oficial que era tanta novedad para los lucentinos que en las conversaciones se escuchaba si no merecería pensarse en algo más definitivo. Los mismos tronos que habían subido la cuesta de la calle del Reloj iban a un paso mucho más quedo y tranquilo cruzando la Plaza Nueva, ya con la fachada de San Mateo iluminada y la Virgen de Araceli recibiendo oraciones de todos. Seguía el Señor de la Bondad, abrazando la cruz y entre faroles y después desbordaba de emociones Jesús Nazareno. La memoria no lo recordaba a esas horas, pero fácilmente el corazón le hacía hueco. Vestía la túnica de bordados otomanos , de factura reciente, y los más avezados se habían colocado en los mejores perfiles, los de su lado derecho, para ver la manera en que baja la cara de dolor y tristeza. Por todas partes se respiraba magna. En el corazón del recorrido común y en las calles por las que pasaban más cofradías, con balcones abiertos llenos de colgaduras y de personas que se santiguaban al paso de las imágenes y que, como todos los que estaban allí, tenían la conciencia de vivir algo que no repetirían. Con la Virgen del Mayor bajo palio, ya con toda su candelería encendida, empezaba a recordarse cómo la Madre del Señor había padecido con él camino del Calvario. Se había ido alcanzado el momento de plenitud al mismo ritmo en que las luces hacían más dramáticas todavía a las imágenes. Llegaba Jesús Caído con la mirada caída y le seguía el Señor del Valle, muy poco antes de que la noche girase hacia el momento en que todo se consuma y en que la cruz que antes iba sobre el hombro ahora se alzase para la redención completa. Lo presagiaba el Señor de la Crucifixión , popularmente Barrenillas, con su singular escenografía, y lo confirmaba el Cristo de la Salud y Misericordia, el del Silencio, con la cabeza hundida en el pecho después de expirar. Incluso en días festivos esos momentos de la Pasión estremecen tanto como en un Viernes Santo . La emoción seguía con la Virgen de las Angustias y con la solemnidad del Santo Entierro en su urna monumental. Iba dejando el aire de tristeza de que se acababa, el mismo que se consuela en la noche del Sábado Santo con la Virgen de la Soledad en su palio negro. Era un momento de belleza, pero también de esa consumación que tiene que preceder al final. Los que esperaban en las sillas y en las calles no lo querían, pero conocieron el sentido con el Señor Resucitado , la reciente imagen de López del Espino . Cuando dejó la carrera oficial quedaban todavía emociones en las entradas y la sensación de que allí quedaban las semillas para la memoria de una nostalgia nueva, distinta a la de todos los años.