No porque se hayan cumplido ya tres años del fallecimiento de Javier Marías –un 11 de septiembre, qué mala fecha para morirse, como si hubiese alguna buena y sobre todo qué mal día para su evocación, ese día se recuerdan cosas atroces, producidas por la ofuscación, algo tan alejado de su predisposición al análisis y la reflexión– no por ello decíamos, dedicamos estas líneas al gigante de las letras españolas que fue, que es. Hay otras razones, diferentes, personales. Una, que este columnista termina la lectura de sus dos volúmenes de cuentos (Mientras ellas duermen, 1990 y Cuando fui mortal, 1996) coincidiendo con dicho aniversario, algo que es del todo casual (cómo de importante resulta la casualidad en nuestras vidas, cuánto le cuesta a muchos admitirlo). Esa es la más importante. Otra, el puro placer de leerlo; y otra más, la predisposición a seguir haciéndolo, maravillado siempre por la enorme calidad de sus textos. Siempre hay que hacerle a un autor así un hueco en la lista de nuestras próximas lecturas, en el canon personal de los que nunca nos decepcionan, de los escritores de los que siempre se puede extraer una enseñanza o una señal que enlace con cualquiera de los comportamientos humanos. Marías escribía como pensaba. Corrijo, mejor en presente porque a los clásicos se les debe conjugar siempre en presente, por mucho que no puedan firmar ya en presentaciones o ferias: Marías escribe como piensa y todo lo que piensa lo escribe. Siempre se le reconoce pese al formato (novela, columna, cuento, ensayo, que de todo practica y en todo destaca). La fruición y el fulgor del autor hacen que las descripciones de lo común –una mano que se posa en un muslo, la cicatriz que rascamos en un instante de desasosiego, la pregunta que nos queda por hacer– capten tanto nuestra atención como las vidas fantasmales por las que tanta predilección siente y de las que tantos ejemplos hay en sus escritos. Los fantasmas de Javier Marías evolucionan con su literatura. Sus primeros cuentos (La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga, escrito con solo 15 años, o La dimisión de Santiesteban, ambos incluídos en la recopilación Mientras ellas duermen) hablan de fantasmas tradicionales, no de los de sábana andrajosa y bola y cadena al pie, pero sí de esos que baten aldabas y hacen chirriar pesadas puertas, tan afligidos como aquellos anglosajones, cultura de referencia inevitable al glosar sus obras. Pero hay muchos otros fantasmas en sus escritos. Están los que aparecen y desaparecen y regresan de misiones y empresas oscuras como Tomás Nevinson, de vida espectral y desconocida para su esposa, Berta Isla; está la mujer que desde una calle en la Habana atrae la atención del huésped del hotel sorprendido al verse apelado por ella (argumento en Corazón tan blanco, anticipado antes en otro cuento, En el viaje de novios); está el hombre fantasmal del hipódromo de La Zarzuela en el genial cuento que es Prismáticos rotos, quizás un sicario… No es objetivo de esta columna hacer una lista de las apariciones fantasmales que jalonan la literatura de Marías. Sus protagonistas tienden de manera general al ocultamiento o a la desaparición. A ello también tiende el autor cuanda decide que los narradores de sus novelas (más de uno en algunas de ellas, en todo caso siempre un narrador omnisciente) conduzcan al lector por vericuetos y digresiones que lo alejan de la historia para que no les quede más alternativa que, compartiendo las reflexiones que propone, reconocerse en ellas. Hay tantas cosas que decir de Marías que esta columna perdería la contención habitual a no desmadrarse. Dejémoslo aquí, antes de dedicarnos a contradecir a los que hablan de Marías como escritor cursi o de modos vetustos o a los que tildan su literatura de elitista o desdeñosa, impregnada de una cultura elevada. Su literatura, como la de todos los autores que pretenden un compromiso y que no se limitan al entretenimiento puro, exige del lector una entrega a participar de las reflexiones que le presenta y un riesgo a asumir. Si lo hace se verá reflejado (nosotros sí, sin rastro de fantasmagoría ni entelequias) en actos, usos y maneras completamente comunes. Como Proust en su tiempo.