Apple ha pedido a la Unión Europea que derogue el Digital Markets Act (DMA), la normativa que busca limitar el poder de las grandes plataformas tecnológicas e imponer condiciones de competencia más justas en los mercados digitales. El argumento de la compañía es que esta ley ha retrasado el despliegue de funciones clave en sus dispositivos y que ha expuesto a sus usuarios a riesgos de seguridad y vulnerabilidades. En otras palabras: la regulación estaría entorpeciendo la innovación y perjudicando al propio consumidor.La pregunta, por supuesto, es hasta qué punto esa afirmación es cierta, o si estamos simplemente ante una maniobra de presión política y de lobby para intentar desactivar una normativa que golpea directamente el corazón del modelo de negocio de las grandes tecnológicas. Desde su aprobación, el DMA ha obligado a Apple a modificar elementos centrales de su ecosistema, como la obligación de permitir tiendas de aplicaciones alternativas o de ofrecer más interoperabilidad en servicios que antes se encontraban cerrados dentro de sus propias plataformas.Que una empresa como Apple pida directamente la derogación de una norma europea y amenace con dejar de vender sus dispositivos en el continente, teniendo detrás a Trump amenazando a su vez con aranceles si se toman medidas contra sus amigos resulta, en cierto modo, sintomático de hasta qué punto el continente ha logrado, por primera vez en mucho tiempo, diseñar un marco regulatorio que molesta de verdad a los gigantes tecnológicos. Europa, tradicionalmente relegada a un papel secundario en la innovación digital, ha encontrado en la regulación su herramienta más eficaz de influencia. Desde el GDPR hasta el AI Act, el continente se ha especializado en marcar límites, en poner reglas que afectan no solo a su mercado interno, sino también a la manera en que estas compañías operan globalmente.El debate de fondo es interesante. Apple asegura que su ecosistema cerrado es garantía de seguridad y de calidad, y que cualquier obligación de abrirlo expone a los usuarios a más riesgos y vulnerabilidades. El argumento no es del todo falso: un sistema más abierto siempre multiplica los vectores de ataque posibles y añade complejidad en la gestión. Pero también es evidente que ese mismo ecosistema cerrado sirve para blindar el control de la compañía sobre los desarrolladores y los usuarios, garantizando comisiones, limitando alternativas y restringiendo la competencia. Que Apple presente sus intereses corporativos como si fueran equivalentes al interés de sus clientes es, como mínimo, una simplificación muy interesada.La Unión Europea, por su parte, debe preguntarse si tiene la fortaleza política suficiente como para resistir la presión de gigantes que no solo son actores económicos de primer nivel, sino que cuentan con la simpatía de millones de usuarios que han integrado sus productos en la vida cotidiana. El riesgo de que el DMA se quede en un conjunto de normas difíciles de aplicar o de supervisar siempre está presente, sobre todo si no existen sanciones rápidas y ejemplares. Pero la peor señal sería recular o abrir la puerta a excepciones que vacíen de contenido la norma.Lo que está en juego va mucho más allá de Apple. La DMA es un intento serio de redefinir las condiciones de la competencia digital y de evitar que unas pocas compañías controlen por completo el acceso a la economía de las aplicaciones y de los servicios en línea. Si Europa cede ahora, enviará al mundo la señal de que, en el fondo, sus normas no son tan firmes como parecen, y de que las grandes tecnológicas siempre pueden hacer valer su músculo económico y político para neutralizar cualquier intento de control.Si, por el contrario, Bruselas se mantiene firme, estaremos ante un precedente histórico: la confirmación de que un continente sin gigantes tecnológicos propios puede, mediante la regulación, condicionar de manera significativa las dinámicas globales de la industria. Apple puede quejarse, puede argumentar, puede intentar presionar, o puede decidir retrasar (o no lanzar) sus productos en el continente, pero si finalmente tiene que cumplir con el DMA, quedará claro que Europa ha logrado algo que Estados Unidos nunca ha querido o podido hacer: enfrentarse cara a cara con sus propias criaturas tecnológicas y ponerles límites.El pulso entre Apple y la Unión Europea es, por tanto, mucho más que una disputa sobre funciones retrasadas o sobre tiendas de aplicaciones alternativas. Es un ensayo general del futuro de la gobernanza tecnológica global. Si la norma europea se mantiene y se aplica con rigor, estaremos más cerca de un mercado digital verdaderamente competitivo y menos dependiente de los caprichos de unas pocas compañías, a algunas de las cuales, además, habría que expulsar sin dudarlo de nuestro territorio por haber demostrado un desprecio absoluto a nuestras leyes en reiteradas ocasiones. Si no, veremos cómo la historia se repite: grandes titulares, grandes promesas regulatorias, y finalmente un continente que regula mucho, sí, pero consigue muy poco con ello en términos reales.