Sin pánico ni épica: La Generación Z y la inteligencia artificial

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Cuando hace pocos días leí el artículo de Fast Company «This is how Gen Z is ‘AI-proofing’ their careers«, pensé inmediatamente que esto no era una tendencia pasajera, sino más bien algo que estoy experimentando con mis alumnos en mis clases. Este año, además de mis habituales MBAs, alumnos con una media de treinta años con buena experiencia profesional, tengo un electivo en la universidad, igualmente internacional, pero mucho más jóvenes y sin experiencia, y me pareció que el artículo definía sus actitudes bastante bien. En ese artículo se describe cómo muchos jóvenes optan por lo que consideran «carreras a prueba de inteligencia artificial»: prefieren optar por oficios, salud o sectores donde la automatización parece menos convincente. La narrativa no es de terror tecnológico, sino de pragmatismo silencioso: «quiero un trabajo que un robot no pueda quitarme». Me resuena porque, en mis clases con esos estudiantes, no veo angustia excesiva: más bien una curiosidad activa, una mezcla de resignación y de optimismo estratégico. Este enfoque pragmático lo quise reflejar también hace poco en otro artículo sobre el tema, en el que planteo cómo la inteligencia artificial está alterando uno de los contratos sociales más antiguos: el del primer empleo, ese peldaño formativo que permitía aprender in situ. Hoy muchos jóvenes lo ven evaporarse o hacerse más difícil de obtener, pero no todos se quedan paralizados: buscan nuevas vías, nuevos equilibrios. Mi relato coincide con otras voces que apuntan hacia la misma tendencia: En Forbes se advierte de que el hecho de que muchos miembros de la Generación Z dependan de herramientas de inteligencia artificial y las usen habitualmente no significa necesariamente que sepan utilizarlas bien: hay una brecha de alfabetización en inteligencia artificial, y mientras más dependientes sean, más riesgos habrá de que queden atrapados en precariedad. En otro artículo también de Forbes se viene a sugerir que uno de los caminos para destacar en este nuevo mercado es justamente exhibir lo que sabes hacer con inteligencia artificial, es decir, convertir esa «nueva habilidad» en parte de tu marca profesional y mostrarte como alguien capaz de dinamizar la forma de trabajar con nuevas herramientas. En CIO se apunta otra perspectiva contundente: los trabajos de nivel inicial están siendo socavados por la inteligencia artificial, y muchos jóvenes podrían descubrir que su vocación tecnológica no es el camino más seguro en el corto plazo. Y un interesante informe de Deloitte Insights detecta que, aunque una proporción significativa de Gen Z ve la inteligencia artificial con escepticismo, los que la usan frecuentemente son más optimistas, pero también más conscientes del riesgo de automatización. Todo esto viene a componer un paisaje que es, como les digo a mis estudiantes, situacional, aunque no apocalíptico. Veo jóvenes que aceptan la inteligencia artificial como realidad, que ni la odian en bloque ni la celebran como deus ex-machina, sino que juegan con ella. Muchos ya la usan para tareas cotidianas, para prototipos, para acelerar iteraciones, para poner a prueba sus trabajos, pero con un ánimo de aprender, no necesariamente de tomar atajos. En ese sentido, mi observación empírica coincide con estudios que señalan que los trabajadores más jóvenes tienden a integrar varias herramientas de inteligencia artificial en su flujo de trabajo (por ejemplo, usar ChatGPT, NotebookLM, asistentes automáticos, corrección de escritura y alguna herramienta de detección para asegurarse de que lo que presentan no «huele a inteligencia artificial» desde lejos). Además, se vuelven más selectivos en sus apuestas: no se lanzan a «salvar al mundo con inteligencia artificial» desde el inicio, sino que prefieren escalones más seguros: salud, oficios regulados, cadenas de valor donde la intervención humana sigue siendo esencial. Esta preferencia no viene de ignorancia, sino de conciencia de los riesgos estructurales. Construyen portfolios de competencia más híbridos: ya no basta con «saber programar un poco» o «especializarse en X». Muchos generan proyectos personales, como una microempresa, un blog, un proyecto social, etc. en los que pueden aplicar inteligencia artificial como herramienta. En muchos casos, lo usan como argumento de entrevista, qué hicieron usando inteligencia artificial como palanca, no simplemente como truco. Practican una confianza razonable: No esperan que la inteligencia artificial lo resuelva todo, pero tampoco piensan que todo será destruido. Saben que habrá fracasos, sesgos, errores de modelo, tareas mal delegadas. En clases lo veo cuando, frente a un prompt que no da los resultados adecuados, con estrategias para afinarlo con metodologías que suenan bastante razonables. Obviamente, no todos lo hacen bien. Hay quienes se quedan en la superficie: usan generadores automáticos para tareas, sin comprender ni evaluar críticamente lo que entregan, lo que genera problemas de calidad y de credibilidad. Aquí entra una de las brechas más peligrosas: la hiperdependencia superficial en herramientas que controlan, pero que no dominan. ¿Qué significa esto para quienes enseñamos? En primer lugar, que no debemos resistirnos a la inteligencia artificial como símbolo de maldad, sino integrarla críticamente. Si mis estudiantes usan inteligencia artificial, que lo hagan con reflexión, que comprendan sus límites, sus sesgos, los fallos de datos, sus contextos. Esa «alfabetización de segundo orden» me parece fundamental. Plantear herramientas que son lo que son, que no pretenden ser «un amigo» o «un profesor humano», sino que dejan claro que son un aliado basado en inteligencia artificial para que estudies mejor y de manera más eficiente (eso es, básicamente, lo que hemos intentado con Tau desde Turing Dream). Segundo, fomentar la agilidad profesional, no «el plan eterno». Que acepten que muchos de los trabajos que existieron hace diez años ya no estarán, pero que sepan pivotar, reciclar habilidades y trasladar conocimientos entre dominios. Tercero, revalorizar los peldaños intermedios. Si el primer empleo tradicional se está evaporando, debemos crear nuevos artefactos formativos: prácticas híbridas, colaboraciones con empresas emergentes, mini-proyectos reales, roles intermedios de formación, incubadoras universitarias. No podemos dejar ese vacío sin puente. Cuando leo que la Generación Z busca «carreras a prueba de inteligencia artificial», no veo una huida dramática: veo un ajuste de brújula ante un mundo que están hartos de saber que cambia muy rápido. En mis aulas no veo pánico, pero sí una atención viva, una cierta tensión. No saben todo, pero están dispuestos a construir, probar, fracasar, reintentar. Y si algo dice la literatura reciente y mi experiencia directa es que esta generación está dispuesta a coexistir con la inteligencia artificial sin mitos: no como salvadora, no como destructora, sino como herramienta imperfecta que empuja a repensar lo humano. Esa tensión es la que me interesa acompañar, en clase. Y por el momento, la están recibiendo bastante bien.